John Laughland*
*Director de estudios del Institut de la Démocratie et de la Coopération (París), filósofo e historiador. De nacionalidad británica, es autor de varias obras históricas y geopolíticas traducidas a siete lenguas.
(Traducido del francés por Beatriz Morales Bastos)
El precedente de Kosovo arrojó “a la papelera de la historia” los
principios del derecho internacional, antaño estables, que prohibían la
declaración unilateral de independencia. Según John Laughland, España
sufre las consecuencias de ello.
Parece inevitable que las
autoridades catalanas declaren dentro de poco su independencia y que el
Estado español responda derogando la autonomía de esta comunidad
autónoma y despache así a los independentistas. En esta hipótesis es de
temer futuras confrontaciones entre la policía y los independentistas.
Las que se filmaron y difundieron el 1 de octubre, día del referéndum,
ya han provocado reacciones. La condena de la violencia y los
llamamientos al diálogo son oportunos.
Qué contraste con el
silencio total respecto a la extrema violencia utilizada contra los
independentistas en el este de Ucrania, en Donbass, contra los que Kiev
desplegó no solo a la policía sino también a su ejército. Si Madrid
envía al ejército español a Barcelona, los comentaristas gritarán que es
una vuelta al franquismo. Mencionarán la gloria de la Barcelona
republicana durante la guerra civil española y el heroísmo de las
Brigadas Internacionales. Pero cuando Kiev despliega unas milicias nazis
contra los independentistas no se habla de ello y se silencia el
carácter claramente ciego de los bombardeos que sufrieron las ciudades
rebeldes. El día que haya una Anna Tuv catalana todo el mundo estará al
corriente, pero la mayor parte de la opinión pública sigue desconociendo
la triste historia de esta mujer ucraniana, víctima de los bombardeos
ucranianos que mataron a su hija y a su marido en en 2015.
En
realidad, el apoyo a los movimientos independentistas siempre ha sido de
geometría variable, es decir, totalmente contradictorio. Son
particularmente flagrantes las incoherencias que intervienen cuando una
secesión oculta otra. Cuando la república soviética de Moldavia proclamó
su independencia en agosto de 1991 estaba bien. Pero cuando la
república de Transnistria declaró su independencia de Moldavia en 1992
no estaba bien. Cuando Bosnia-Herzegovina se secesionó de Yugoslavia
estaba bien. Pero cuando la república serbia se secesionó de
Bosnia-Herzegovina la ONU envió a sus Cascos Azules para impedirlo y
ello durante tres años de guerra. Cuando Estados Unidos proclamó su
independencia de Gran Bretaña se abrieron nuevos horizontes para toda la
humanidad, pero cuando los estados confederados declararon su
independencia de Estados Unidos, el mundo se sumió en una nueva era de
tinieblas. La causa por la que lucharon está tan deshonrada que todavía
hoy se quitan las estatuas dedicadas a sus generales. Se pueden
multiplicar casi hasta el infinito los ejemplos de secesiones condenadas
(Rhodesia, Chipre del Norte) o apoyadas (Timor Oriental, Sudán del
Sur).
En estas condiciones de desconcierto intelectual puede
parecer fastidioso hablar de derecho. Este enfoque, que es el de Madrid,
se puede volver rápidamente problemático porque desde El diálogo de
los melios que cuenta Tucídides sabemos que en política los grandes
retos se deciden no por medio del derecho sino por medio de la fuerza.
Théophile Delcassé, ministro de Asuntos Exteriores francés en el momento
de la crisis de Fachoda en 1898, cuando el ejército británico expulsó a
las tropas francesas de un puesto militar en el sur de Sudán, resumió
muy bien el dilema de la siguiente manera: “Ellos [los británicos]
tienen soldados. Nosotros solo tenemos argumentos”. Ahora bien, sin duda
los catalanes son menos fuertes que España en el plano militar, pero
también tienen armas de propaganda no desdeñables, la más poderosa de
las cuales es su llamado estatuto de víctimas.
Sin embargo,
existe una buena jurisprudencia sobre la cuestión de la independencia:
aparte de las situaciones del colonialismo o los casos de violaciones
graves de los derechos humanos, la jurisprudencia internacional
considera que no existe un derecho general a la independencia unilateral
o a la secesión. La integridad territorial de los Estados existentes,
sobre todo si son democráticos y respetuosos del Estado de derecho, no
puede ser puesta en tela de juicio por una declaración unilateral, sea
esta consecuencia de un referéndum o no. Uno de los precedentes
judiciales más conocidos para esta postura es la sentencia del Tribunal
Supremo de Canadá de 1998 que estipuló que Quebec no disponía de un
derecho unilateral de independencia: “Quebec no podría, a pesar de un
resultado referendario claro, invocar un derecho a la autodeterminación
para dictar a las demás partes en la federación las condiciones de un
proyecto de secesión”. Viniendo de un país eminentemente democrático,
esta sentencia suponía una autoridad también en el derecho internacional
que de manera explícita y repetida confirma en sus propios documentos
el principio de integridad territorial de los Estados (ejemplo, Artículo
2.4 de la Carta de la ONU, Resolución 2625 de la Asamblea General de la
ONU del 24 de octubre de 1970).
Es cierto que en la historia de
las relaciones internacionales estos principios son costumbres que las
grandes potencias consideran que es más honroso violar que observar.
Pero esta relativa estabilidad del derecho internacional voló en pedazos
en 2010 a causa de una sentencia extremadamente lamentable de la Corte
Internacional de Justicia, el órgano judicial supremo de la ONU y una
instancia que hasta esa fecha había actuado como guardián respetable del
derecho internacional. Abordado por la Asamblea General de la ONU sobre
la cuestión de la licitud de la declaración de independencia de Kosovo
en 2008, una cuestión sobre la que Serbia estaba convencida que solo
había una respuesta posible porque el estatuto de su provincia
meridional estaba gobernado por una resolución del Consejo de Seguridad
(la resolución 1244 de junio de 1999) y porque su iniciativa había
recibido una gran mayoría de votos de los Estados miembros de la ONU en
el seno de la Asamblea Nacional, la Corte Internacional de Justicia
dictaminó, para gran decepción de Belgrado, que esta declaración no
violaba “ninguna regla aplicable al derecho internacional”.
Ahora
bien, sabemos que las manos de quienes redactaron la declaración de
Kosovo de febrero de 2008 estaban sostenidas por Estados miembros de la
Unión Europea (con algunas excepciones, entre ellas España), que a
partir de entonces gobernará la provincia por medio de una nueva
agencia, EULEX, y por Estados Unidos, verdadero autor de la guerra de la
OTAN de 1999, cuya consecuencia fue la ocupación de esta provincia por
sus tropas. Por otra parte, la famosa declaración de independencia de
Kosovo en realidad es una declaración de dependencia de la provincia
respecto a la OTAN y la Unión Europea, que forman parte de la minoría de
Estados que reconocen esta independencia. ¿Acaso estas grandes
potencias habían logrado pesar en las reflexiones de los jueces de La
Haya, quizá por mediación del juez británico Sir Christopher Greenwood,
exprofesor de derecho que trabajaba en la sombra para el Gobierno de
Tony Blair y que estuvo en el origen del célebre notificación legal del
Gobierno británico en 2003 que proclamaba que la guerra de Iraq era
legal?
Lo que es seguro es que es perfectamente falsa la
afirmación de algunos gobiernos prokosovares de que Kosovo sería un caso
único que no supondría precedente alguno para otras declaraciones de
independencia. Puesto que la Corte Internacional de Justicia concluyó
que esta declaración no había violado ninguna regla del derecho
internacional, por definición hay que argumentar, como hace la Corte,
que el derecho internacional no contiene ninguna prohibición general
aplicable a las secesiones unilaterales. Por consiguiente, están
autorizadas y la salvaguarda de la integridad territorial de los Estados
es letra muerta. A partir de ahora la sentencia canadiense está en la
papelera de la historia.
Desde la secesión de Crimea en 2014
sabemos cuáles son las consecuencias de esta sentencia: es moralmente
insostenible apoyar la secesión en 2008 de Kosovo de un Estado,
Yugoslavia, que se había vuelto perfectamente democrático (según
Occidente) en 2000, y, sin embargo, condenar la secesión de Crimea de la
Ucrania golpista en 2014. Por consiguiente, esta sentencia echó leña al
fuego y ahora vemos las consecuencias de ello en el propio seno de esta
Europa que, España incluida, atacó Yugoslavia en 1999. Dicho de otra
forma: quien siembra vientos, recoge tempestades.
DdA, XIV/3658
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