“ENTRE MANZANOS” por Alfonso Camín
Capítulo XXV “El adiós a la quintana”
Capítulo XXV “El adiós a la quintana”
Todos cuantos viven o visitan cada verano la hospitalaria ciudad de Gijón, cuando admiren esta escultura de La madre del emigrante, obra de Ramón Muriedas, ubicada desde 1970 en el paseo marítimo de la ciudad, deberían acompañar esa admiración -para ilustrarla a fondo- con la lectura de este capítulo del libro Entre manzanos del olvidado y prolífico escritor y poeta gijonés Alfonso Camín (1890-1982), que vivió y relató en el mismo su partida hacia Cuba siendo un adolescente. Un bisabuelo de este Lazarillo, como muchos otros asturianos y gallegos, tomaban en esos años esa misma singladura. Ahora también los jóvenes abandonan Asturias en busca de porvenir para sus vidas. Desde que se inició la recesión, más de 60.000 asturianos se fueron a otras comunidades autónomas y hasta 30.000 a otros países, fundamentalmente de la Unión Europea.
Agradezco a mi viejo amigo Maximino Álvarez Fernández, entusiasta lector de Camín, la relectura e inserción en DdA de este capítulo. El texto llena de contenido la expresión atribulada de ese rostro y el condolido gesto de ese adiós, esculpidos por Muriedas:
Agradezco a mi viejo amigo Maximino Álvarez Fernández, entusiasta lector de Camín, la relectura e inserción en DdA de este capítulo. El texto llena de contenido la expresión atribulada de ese rostro y el condolido gesto de ese adiós, esculpidos por Muriedas:
Si me ves, no me conoces;
¡adiós!, flor de la quintana,
¡adiós!, llugarín de Roces;
ya me voy para la Habana.
¡adiós!, llugarín de Roces;
ya me voy para la Habana.
Aún con la noche encima, me llamó mi padre:
—¡Son las cuatro!
Crujió el jergón y salté de la cama.
Era la última noche que dormía al calor de los padres, acunado por el
viento en el pino. Mi madre ya trajinaba en la cocina, de aquí para
allá, preparándonos el desayuno, acabando de cerrar la maleta. Volvió a
abrirla, plegó, replegó las camisas y los pañuelos blancos y, sin
querer, los regó de lágrimas. En los rincones de la maleta iban unas
manzanas para el pariente Ramón.
—Vamos —dijo mi padre.
Al
salir de casa, en la penumbra del portal, mi madre me puso al cuello un
escapulario. Me lo arropó sobre el pecho, muy adentro, me apretó mucho y
me dijo:
—¡Adiós, para siempre!
Yo no dije nada. Mi
padre, ahora, tampoco decía nada. Permanecía de pie, clavado en la
corraliza, frente a la "llosa", como aquel nogal alto que echaba la rama
y la nuez desde la huerta al camino; Salió al portal la hermana aún
medio dormida. La abracé, volví a abrazar a la madre y partimos. Al
salir al camino con la maleta al hombro, habló mi padre:
—Hoy no cantaron los gallos.
Se refería a los gallos de casa, que eran siempre su mejor reloj dé
péndola. Tampoco cantaban los gallos de los vecinos: El cielo estaba
torvo, lleno de nubes negras como el carbón y no acababa de romper el
día. La casa de Cerón estaba acurrucada entre la niebla. El hórreo
parecía también esfumado. Sólo oímos el arrullo de las palomas cuidando
acaso de sus pichones. La de Valiente se perdía entre los
"varales" de hierba y la sombra de las higueras. En los laureles del
camino la noche andaba rezagada. No rompía un lucero en la nube. Las
ranas saltaban hacia el regato, al sentir nuestros pasos. Silbaban las
culebras y croaban los sapos en el camino, arropados en la neblina.
Al pasar por delante de la casa de la abuela, dejé la maleta en el muro, abrí la portilla y la llamé por la ventana:
—¡Abuela!
La abuela contestó desde adentro:
—¿A dónde vas tan temprano, a dónde vas?
—¡Voy al estanco!
—¿No me engañarás?
—No la engaño, abuela.
Y quedé como atragantado. Volvió a hablarme desde el camastro:
—¡A la vuelta, me llamas! Tengo algo que darte.
Quedé más indeciso. Sí, la engañaba. No quería verla llorar. Me
guardaba unas cosas, quizás pan con avellanas o nueces, quizás la fruta
de su huerta. Ya no me la daría nunca. La abuela, al romper el sol
buscará al nieto, le dirán los vecinos que ya se fue y se quedará
desolada, con el obsequio en las manos, mirando en vano al camino.
Mi padre me dijo, casi por señas:
—¡Hala!
Agarré la maleta al hombro y partí con ella. Al pasar por La Carbayera,
tampoco cantaban los gallos. En cambio oí, lejos y a mis espaldas, cómo
bramaban los terneros en los corrales y les respondían las vacas madres
ávidas de darles la leche. Yo, sin querer, pensé en la madre que dejaba
atrás. Y sentí ganas de gritar:
—¡¡Madre!!
Atravesamos la
carretera de Siero para tomar por la de Oviedo rumbo a la estación de
Pinzales. Blanqueaba la iglesia de Roces. Al pasar frente al cabildo,
entre la torre y los fresnos, voló una lechuza, grande, cenicienta como
un fantasma. Salía de beber el aceite que ponía don Ceferino en las
lámparas de los altares. Del palacio yedroso que se levantaba más
adelante, por donde ganamos el camino de atajo, salieron volando varias
corujas y otros pajarracos nocturnos.
Mi padre comentó:
—Hoy no hay más que miagas.
Y era verdad. No salían al aire más que pájaros fúnebres. El día
comenzaba a romper triste, como hundido en la niebla del
paisaje y el sol no salía. Seguía el cielo empedrado de nubes como el
carbón, como hongos negros y redondos que se deshacían en humo, lo mismo
que en las praderas al tocarlas la luz y el aire.
En aquel
turbio amanecer, cruzamos Porceyo, seguimos por la cuesta de Pinzales y
llegamos a la estación. La estación, desolada. Allí nadie tomaba el tren
más que yo. Los demás lo hacían más atrás o más adelante; unos, en
Gijón y otros, en El Berrón, por donde cruzaba el tren de Santander.
Hasta El Berrón había de acompañarme mi padre. Su carácter fuerte
comenzaba a fallar. Ya había fallado durante el camino, al dejar Roces y
ganar Por-ceyo, y decirme:
—¿Te cansas, verdad? Echa para acá la maleta.
Y me llevó él la maleta al hombro hasta la estación de Pinzales.
Este era un síntoma de su flaqueza. Se le desmoronaba el ánimo.
El tren salió de Gijón, resoplando, atravesó Tremañes con un silbido
agudo, ennegreciendo todo el paisaje de humaredas, especialmente los
álamos que custodian una parte y otra del camino cercano a la vía; llegó
a Pinzales piafando, se paró en seco, rechinaron los vagones de pasaje y
la máquina empezó a llorar agua y humo.
Subimos al tren mi padre
y yo y vimos que por allí cambiaban de máquina y arrastraban el convoy
por un cable hasta subirlo a La Florida. Allí vino otra máquina
carbonera. Tomó el tren. Dejamos a un lado Noreña hasta llegar al
Berrón. Este tren cojitranco, el de Langreo, siguió para las cuencas
mineras. Nosotros subimos allí al de Santander. En El Berrón estaban "El
Pollo" de Mareo y el grupo de muchachos emigrantes que íbamos hacia la
mar.
Seguía la máquina resoplando como fatigada de los pulmones.
—¿Vamos?
—Vamos.
El tren paraba allí poco tiempo, lo suficiente apenas para que "El
Pollo" de Mareo y mi padre se despidiesen de nosotros. Pitó la
locomotora, bajaron todos los paisanos, apelotonados, entre ellos mi
padre y "El Pollo". Todos agitaron sus pañuelos.
—Ya no vas solo —dijo mi padre.
Trató de sonreír. Se hacía fuerte como el roble, pero la pena, iba dentro. También iba la mía.
Nosotros, asomados en el vagón de tercera, agitamos nuestras boinas, y
el tren tomó su rumbo, por entre praderías, valles y cumbres, túneles y
picachos, hacia el puerto de La Montaña. Atrás quedaba La Pola.
Quedaban Infiesto y Naya.
Hasta El Berrón había ido viendo el
paisaje. Después puedo decir que no vi nada o casi nada de la provincia
de Asturias, ni de la de Santander. Todo eso habría de verlo, paso a
paso, y ojo a ojo, andando los años, en mi retorno de ultramar. Entonces
pensaba yo, arrebujado en el vagón, en la madre llorosa, en el padre
serio y como quebrado de voluntad, en la estación del Berrón. En los
ojos, grises de la abuela, en los "pucheros" que haría la hermana. En la
vaca y en la pollina, en las palomas y en el "Muley". ¡Qué solo se
quedaba el "Muley"! ¡Qué solo y qué desterrado! Por la pena que. yo
sentía al alejarme de casa, atado al tren ahora y después al mar, medía
la tristeza del "Muley", allá en la casona extraña, más allá de los
montes de La Coria. En vano me hablában los compañeros, aparentando más
alegría que yo. Allí marchaban. Julio Ceñal, mi amigo de la escuela de
Ceares el hijo de Celesto de San Martín de Huerces, que al poco tiempo
volvería tuberculoso, a morir en, la tierra; un rapaz; de Tremañes que
llevaba una gran mancha de nacimiento en la cara, y así hasta ocho o
diez, hijos de jornaleros y de labradores de los contornos de Gijón, que
dejaban sus hogares y la mayor parte no los verían más, por no
retornar, y, si retornaban, era para hallarlos en ruinas, en el pueblo
otras caras forasteras y los padres y abuelos descansando en la tie¬rra,
en el pequeño cementerio, detrás o a un lado de la iglesia del pueblo.
Pensé que nos arrancaban de raíz, como a, los árboles, para
trasplantarlos lejos.
Todavía mi voluntad se aparejaba con el
destino para no ir a América. Recuerdo, que los ocho o diez emigrantes
íbamos recomendados a uno de aquellos hombres que llevan niños al puerto
como terneros, a La Pola. Cuando llegamos a la estación de Santander,
mudos antes frente al paisaje y ahora ariscos frente al mar, yo no traía
los papeles. El caporal, que obedecía órdenes de "El Pollo" de Mareo,
nos los fue pidiendo uno a uno. Entonces recordé que estaban en un sobre
muy blanco y muy largo que tenía mi padre, desde hacía días, sobre la
cómoda.
—¿Y tus papeles?
—No los traigo.
—¿Perdístelos?
—Quedaron en casa.
Se le habían olvidado a mi padre. Tal era su emoción reconcentrada, no
obstante aparentar el nervio quieto y el rostro impasible. El caporal
mandó un telegrama a "El Pollo" de Mareo, "El Pollo" corrió a ver a mi
padre y tomaron el tren con los papeles.
Mientras tanto, el
caporal nos iba cuidando como a una recua. De la estación fuimos a una
fonda de emigrantes, en el Santander viejo, desde donde se veía el mar y
así como en Gijón las casas están llenas de hulla, en Santander eran
amarillentas como si el sol las pintase. En el puerto sesteaba, como una
ballena negra, un trasatlántico que a nosotros nos parecía una montaña.
Era el "Reina María Cristina".
—¿Ese es el barco?
—Ese es.
En el balcón de en frente de nuestra fonda de emigrantes, con un tufo
fuerte a brea y a pescado, unas mujeres nos hacían guiños soeces,
desgarradas y pechugonas.
—¿Qué hacemos? —decía el caporal, cruzado de brazos.
Yo no contestaba. En realidad, me alegraba de que se fuera el barco sin
que llegasen mis papeles. El pelo rubio de las rapazas del pueblo que
ya iban para mozas, me parecía más interesante que todo el oro de
América. Tenían también los ojos azules como el mar y la piel blanca
como la espuma.
En mi interior pensaba con un temblor de gozo:
—Volveré a Roces. La abuela debe estar esperándome de vuelta del
estanco, con los ojos sobre el camino. La madre hablará sola, desde la
casa al huerto. La novilla debe echarme de menos.
Pero mi padre
llegó al otro día con los papeles, acompañado de "El Pollo" de Mareo,
una hora o poco más, antes de partir el barco El tren llegaba retrasado.
Mi padre se indignaba contando el suceso y "El Pollo" se reía, diciendo
a cada paso:
—¿Qué te pareció la corrida?
—¡Quita pa allá!
—¿A que nunca viste tú eso?
—¡Ni falta puñetera! —contestaba mi padre.
En el camino se había enfrentado con el tren un toro. Descarrilaron
varios vagones. Del toro no quedaron más que los cuernos, como una
protesta airada, en mitad de la vía. ¡Ni que el toro montañés supiera de
la mala gana con que yo iba a América, con mi maleta de emigrante al
hombro! Ya cerca de Santander se les cruzó un pollino con una pasiega y
por no matar la pasiega, se cortó la marcha del tren, pero no tanto que
no llevase por delante al pollino con toda la carga, mientras que la
pasiega había saltado del burro, abandonándolo en mitad de la vía. Se
salvó la pasiega y rodó el burro hecho un montón de tripas y orejas.
Mi padre contaba esto muy en serio y "El Pollo" se ataba los calzones,
los ataba y volvía a atarlos, para que no se los reventase con la risa.
Era un hombre apacible y socarrón, cuellicorto y de vientre grueso,
refranero como Sancho Panza y filósofo a su modo. Ya viejo, se pasaba la
mayor parte del tiempo sentado en una tajuela, delante de su casa, a la
sombra del pino, viendo pasar las aves y las nubes, el tiempo y los
hombres.
A la caída de la tarde, subimos al barco en fila india
con nues-tras maletas al hombro. El caporal no perdía ojo ni voz,
llamando a unos y a otros; a mí por José García y a los demás por sus
nombres y apellidos:
—¡José Caicoya!
—Aquí estoy.
—¡Rosendo Riestra!
—Aquí va.
El barco iba abarrotado de rapaces menores de catorce años.
Media hora después de subir al "Reina María Cristina", elevaba sus
anclas y abandonaba lento, panzudo y pausado, el puerto, lleno de carne
humana y de boinas al viento. A la salida del puerto entraba una lengua
de tierra hacia el mar. Allí estaban mi padre y "El Pollo" de Mareo.
—¡Adiós, España!
Mi padre y "El Pollo" alzaron los brazos desde aquella lengua de
tierra, más alta que nosotros que íbamos en el barco. Así salimos mar
afuera, pocos con entusiasmo y los más con angustia. Pronto perdimos de
vista las figuras humanas de tierra y se fue Santander quedando atrás,
no sabemos si triste o queriendo partir también con nosotros.
Algunos sabíamos geografía:
—¡Ese es Cabo Mayor!
—¿No será el de Torres?
—El de Torres viene después.
Íbamos en el "María Cristina", un barco que he mirado veinte años más
tarde, encanecido y viejo, dedicado al turismo, en la misma bahía de
Santander. Le sucedía como a esas mujeres gordinflonas de los cafés
cantantes, que se pintan mucho la cara y, como no sirven ya para otra
cosa, acompañan a la parroquia, queriendo alegrarla, con arrobas de
carne, desplantes y castañuelas.
A poco navegar, se fue
empequeñeciendo la costa, confundiéndose a nuestros ojos el mar, las
nubes y las montañas. Cayó sobre nosotros la noche del 5 de septiembre
de 1905. En la costa lejana parpadeaban las luces de los pueblos y de
los faros. Arriba se encendieron las estrellas en un gran semillero,
temblorosas y, para mí, cantoras como los grillos de los prados.
Yo iba de pie en la cubierta, admirado de aquella grillera de luz. Lo
mismo lo hacían los otros pequeños emigrantes, asturianos y montañeses,
entre los que venían también algunos leoneses y palentinos. El mar no
estaba muy picado y no comenzaban los mareos. Pasamos, a media noche,
frente a una ciudad con muchas luces en las torres.
Inquirimos, todos sobre la borda. Nos contestó una voz de acordeón marinero:
—Eso es Gijón.
Yo me llevé las manos a la cabeza. La villa, mi villa, me parecía más
grande y más luminosa en la noche. Se estiraba en el sueño o se
alargaba como los muertos, como aquella mujer de ojos desorbitados que
había visto morir en el Llano de Abajo.
—Aquel es El Musel, aquella es La Farola.
La recordé nada más. No la canté. No estaba yo para cantar en
aquel momento. No lo estaría más tarde. El mirlo canta mal en la
jaula si se caza ya cuando vuela. Yo, a pesar de que andábamos todavía
libres por la cubierta, como las ovejas y como los pájaros sueltos, ya
me sentía como en prisión preventiva. Pensaba, además, en los míos,
remendando a mi modo la topografía de Gijón y de su Concejo. Adivinaba
el puerto y relumbraban Cimadevilla y Santa Catalina, ayudados por La
Farola. Presentía dónde estaban El Cortijo y Tremañes. Al ir mi
pensamiento y mis ojos sobre El Cortijo de Natahoyo, pensé en tía María y
en tía Teresa. Al fondo de Gijón quedaban Contrueces, Roces y Granda.
Ceñal se acercó a mi y gritó:
—¡Allí está Ceares! ¡Mira cómo relumbran las luces! Es el cementerio.
Yo seguí ensimismado, inclinado sobre la borda, pensando en Roces y en
los míos. Buscaba como punto de partida, allá, más al fondo, el Pico de
San Martín, rumbo de mi primera aventura. La noche lo confundía con las
nubes. Las estrellas, no obstante que parecían candiles multiplicados,
no alumbraban tan lejos. Me conformé con el pensamiento y aparté los
ojos de la tierra.
Ni yo, ni los cuatrocientos emigrantes que
íbamos en la cubierta, sin ganas de meternos en los camarotes de la
bodega de tercera, dormimos durante la noche. Fuimos viendo la raya
negra de la costa con algunas luces de los pueblos, que se apagaban para
después ir apareciendo otras como si fueran luciérnagas. Al amanecer
estábamos ante una ciudad blanca que empezaba. a salir de entre las
brumas. Era La Coruña. Atracamos y, en mayor número que en Santander,
vimos muchas lanchas en torno del navio proponiendo frutas, conservas,
quesos, recuerdos para las gentes de la Habana. Estos recuerdos iban
impresos en una especie de carteras o pitilleras, con estas letras:
"Recuerdo de La Coruña"; Todas eran rosadas y rojas, de pasta
brillante, como esos envases que hogaño se usan para los jabones de
lujo. Los que estaban cerca de mí, dijeron:
—¿Qué, tú no compras?
—No. La llevo aquí.
Y saqué, muy orgulloso, una cartera de pasta rosada, que me había regalado tío Blasín y decía: "Recuerdo de Gijón".
Las cosas que comprábamos las subían en un fardo, desde la lancha, por medio de una cuerda:
—¡Sube!
—¡Baja!
Subía la mercancía y bajaban los cuartos.
Por esas mismas cuerdas vi que ascendían muchos jóvenes de ojos muy
avisados, con gorra visera o con boina, algunos con pañuelo al cuello
como los organilleros que yo había visto en Gijón. Se ponían el dedo en
la boca, indicándonos silencio y se perdían entre el montón de
emigrantes, unos hacia la cubierta y otros a las bodegas. Ceñal me
preguntó quiénes eran. Yo no lo sabía y le pregunté a otro:
—Son
polizones. En La Coruña, si nacieron en la misma Coruña, tienen a menos
pagar el pasaje a América. La mayor parte van así y aun vuelven de la
misma manera.
Ya discurría yo un poco. Veía subir rebaños de
emigrantes gallegos, niños como nosotros, con mantas, maletas y
paraguas, casi todos en zapatones claveteados y algunos en alpargatas,
por la escala de tercera. Seguramente allí embarcaron en mayor número
que en Santander. Luego pude confirmarlo. Pasaban de mil quinientos
emigrantes los que marchaban hacinados en el fondo del "Reina María
Cristina", donde pronto aspiraría yo un vaho de cuartel y de presidio.
La cuadra de mi casa olía mejor que las bodegas del barco.
—Esos
que suben en manada —me dijeron— no son de La Coruña. Pertenecen a otros
pueblos de la provincia, la mayor parte de Lugo, Orense y Pontevedra.
Los de Pontevedra embarcan en Vigo, pero este barco no hace más escalas.
Esto nos lo contaba un hombre ya medio encanecido. Había vuelto a
España para quedarse, pero con pocos cuartos. Contonos cómo los
parientes lo miraron de mal modo, al volver enfermo del mar y con poca
fortuna. Y no se acostumbraba a su tierra, ni a aquella soledad entre
los suyos. Emigraba de nuevo.
—Y ahora, para siempre —nos
decía, mirando con cierta tristeza los lugares de más allá de La Coruña,
hasta que nos dijo, sin apartar la vista de las nubes que se perdían a
lo lejos, sobre la bahía coruñesa, buscando tierra, como las gaviotas
que también buscaban reposo en los peñascos del Castillo de San Antón.
—Yo soy de un poco más allá de Betanzos... Allí nací y no pienso volver allá:
Todos lo mirábamos un poco tristes. ¿Nos sucedería lo mismo a
nosotros? En fin, que aquel hombre parecía bueno y ya teníamos un
hermano mayor de compañero de viaje.
Abarrotado de emigrantes,
como queriendo desbordarlos, como él pote de casa cuando hervía
demasiado y se iban las habas y la espuma fuera del pote y sobre el
fuego, empezó a moverse el "Reina María Cristina", entre los gritos de
los marineros, los adioses de los emigrantes gallegos y el hondo
silencio de los asturianos y montañeses, que ya dejábamos la familia
atrás.
—¡Adiós, meu filio!
—¡Adiós, miña nai¡
Volvió el barco la popa a la bahía, la proa a La Marola, muy alborotada
y llena de espumas; salimos al mar y nos despedimos de la Torre de
Hércules, alta, gruesa y solitaria, gigante en piedra dura, con unos
barandales de hierro en la cima, a modo de collera o de gola de hidalgo,
y unas luces que luego nos fueron despidiendo entre la mar tempestuosa.
Íbamos por la Costa de la Muerte, la terrible costa gallega que nos
pintó más tarde Francisco Camba en su libro. Pasamos frente a la
isla de Sálvora, donde también, años después, habría de naufragar el
"Infanta Isabel".
Fuimos durante algún tiempo mirando, hacia la
popa, la Torre de Hércules, que nos despedía con grandes pañuelos de
luz. Y se perdió de vista La Coruña. En La Coruña habíamos comprado unos
quesos de cabra, con grandes picos y yo eché todo el queso por las
narices. Desde entonces odio odió el queso de cabra. Y aun por el de
bola sentí repugnancia durante muchos años.
Igual que había dicho
antes, al partir de Asturias, "¡Adiós, «Muley»!", ahora decía,
inclinado en la popa, ya sin ver más que las nubes y el oleaje ronco del
mar:
—¡Adiós, España!
—¿Qué es aquel punto?
—Finisterre.
Y, poco a poco, se perdió el punto en las brumas.
Desde La Coruña, cabo Ortegal, cabo Vares hasta más allá de la punta de
Finisterre, nos acompañaban las gaviotas, como si fueran custodiando al
barco de emigrantes. Después, a medida que nos alejábamos nosotros, se
iban fatigando ellas. Trazaban un arco en el horizonte y volvían a
tierra. Abarrotadas la popa y la proa, babor y estribor, no era yo solo
el que las miraba. Muchos emigrantes gallegos comenzaban a llorar. Los
más fuertes decían:
—¿Por qué choras?
—Por la miña nai. Por la miña térra.
Se consolaban con otras jerigonzas que entonces yo no entendía, pero
supongo que pasaban por la misma angustia que yo. Se nos arrancaba, como
digo, de la tierra como a los árboles, tirándonos dolorosamente de las
raíces. Las raíces se quejaban, se quejaba el árbol y acaso también se
quejaba la tierra, no conforme con que le dejasen los brazos sin ramas
y, aquí y allí, vacías las pozas del corazón. España se iba desangrando y
de esa sangre que marchaba al mar, solía volver muy poca a la tierra.
Nos fuimos hundiendo en el Atlántico. Solo alguna gaviota rezagada
busca un punto en la tierra, tomando rumbo. Se apagaba el día y clamaban
los oleajes. Se alejaron las gaviotas y se encendieron las estrellas.
Poco a poco se fueron cortando las palabras y se hizo más pesado el
silencio, más tupida la sombra.
—¿Estás ahí, Ceñal?
—Si, estoy aquí.
—¿En qué piensas?
—En dormir y no puedo.
La noche nos fue arropando con sus negras mantas de viaje.
DdA, XIV/3636
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