Fuentes informativas sobre las condiciones reales de
vida en la España de la postguerra y, adicionalmente, de los desvaríos
imperiales franco-falangistas las constituyen el control postal ejercido
por las autoridades británicas y los informes analíticos derivados que
preparaba el Ministerio de Guerra Económica. En el crucial año 1941,
cuando el pivote de la guerra europea se enriqueció con la invasión nazi
de la Unión Soviética que, a la postre, contribuyó decisivamente a la
destrucción del Tercer Reich, ambas fuentes arrojan fogonazos de gran interés. En este último
post de la presente serie pasaré revista a algunos datos que conviene
no olvidar, siquiera por eso de la atribución a Franco de la
inmarcesible cualidad de espíritu elevado preocupado por el bienestar de
los españoles.
Ángel Viñas
El
28 de febrero un informe de los servicios competentes británicos
recogió, por ejemplo, que en España la obsesión por la comida había
eclipsado cualquier otro tipo de preocupación política. En una carta se
afirmaba que la situación no solo era trágica sino que causaba una
vergüenza profunda porque era evidente que los ricos nadaban en la
abundancia mientras que los pobres se morían de hambre.
Un escritor portugués, de la misma clase social a la que criticaba, plasmó sus impresiones de la siguiente manera:
“Madrid es un lugar de miseria y
desesperación. Los pobres padecen de inanición y los ricos ni siquiera
quieren enterarse de ello. No han aprendido nada de la última guerra
civil. Lo único que les preocupa son ellos mismos y sus comodidades”.
Una percepción que, cuando menos, hay que comparar con el
omnipresente lema falangista del “por la Patria, el pan y la justicia” o
las sempiternas invocaciones a la “revolución nacionalsindicalista”
pero a los que habría que contraponer la dura realidad: ¡para algo se
había hecho la guerra!
Un sacerdote que se desplazó a Portugal escribió:
“A pesar de todas las carencias y el hambre quien tiene dinero puede conseguir cualquier cosa que haya disponible (…)
En cuanto a los pobres trabajadores ya puedes imaginarte cómo les va y
esto es lo que resulta verdaderamente terrible y la injusta distribución
que sigue funcionando…”
Naturalmente estas condiciones creaban resentimiento y odio. Para
controlar toda posibilidad de revueltas se intensificaban las
delaciones, la actividad policial, las torturas y una represión
generalizada. Pero el malestar salía en cuanto era posible. Véase la
siguiente referencia:
“Pasé unos días en casa de un franquista
en Madrid y me dijo que temía que más pronto que tarde se produjese una
revolución, esta vez no de carácter político, y de todo el país contra
el Gobierno.
La gente tenía una pinta horrible, con
rostros que traslucían el hambre, los desharrapados se esforzaban en
tirar de un baul en la estación y la policía les pegaba con las porras
que llevan.”
Entre los comentarios que este control postal suscitó a los
británicos destaca que la Administración, falangistizada, era un fracaso
total. Carecía totalmente de ideas y estaba en la más absoluta y
completa desorganización. El país se encontraba en una situación peor
que la que la gente recordaba de cualquier régimen precedente.
El ministerio de Guerra Económica recibió igualmente informes
analíticos sobre las causas de la tristísima situación alimentaria. Uno
de los más interesantes la retrotrajo a la interconexión de cuatro
factores: falta de alimentos; carencias de otros suministros;
dificultades de transporte y distribución y fracaso de los controles de
precios.
La falta de trigo no solo se debía a las malas cosechas (a su vez
fruto de los caprichos climáticos y la ausencia de instrumentos,
maquinaria y abonos) sino a la incapacidad de las autoridades por
conseguir captar todo lo que se producía. Los incentivos monetarios no
funcionaban porque los campesinos no sabían qué hacer con ellos. En
muchas regiones se había recurrido de nuevo al trueque. Los jornaleros
se negaban a trabajar por dinero y querían pagos en especies. Las
pésimas comunicaciones acentuaban las carencias. Los ferrocarriles no
tenían material rodante y combustible suficientes. A la industria del
acero le faltaban la chatarra, el níquel y las ferroaleaciones. Quienes
en la zona centro quisieran adquirir aceite por trigo no podían hacerlo.
Los mineros asturianos que deberían estar trabajando con la máxima
eficiencia desfallecían por docenas en el tajo. El control de precios
era, en tales condiciones, un chiste. Los precios se habían disparado a
nivel tal que el hombre de la calle solo podía soñar con comprar ciertos
productos.
No extrañará que empezaran a producirse epidemias de tifus, incluso
en Madrid, en donde las autoridades sanitarias carecían de medios para
combatirlas. No había desinfectantes ni jabón. La tasa de mortalidad era
muy elevada. Como ha señalado Moreno Gómez, la dictadura se empeñó
siempre en minimizar el problema. En Córdoba, por ejemplo, no se
reconoció su existencia hasta el 25 de mayo de 1941. Las zonas más
afectadas, fuera de las mencionadas, se ubicaron en Sevilla, Málaga,
casi toda Andalucía y la España al sur de la capital. La embajada
norteamericana obtuvo medicamentos para su personal. El embajador
británico pidió el envío inmediato por avión con el fin de poder tratar
al menos 200 casos graves. Desde el War Office se instó la posibilidad
de estudiar si la Cruz Roja británica estaría en condiciones de enviar
ayuda. En Murcia se habían producido numerosos fallecimientos. Un
funcionario del Foreign Office se sintió impelido a anotar sus
impresiones:
“No puedo por menos de pensar que, bien
mirado todo, el pueblo español podría estar mejor bajo una
administración alemana eficaz que como se encuentra en la actualidad.”
¡El colmo! pero no podría haber habido un juicio más certero ya que
la dictadura quería precisamente crear en España un remedo de la
política terrorista del Tercer Reich. Esto es algo que han observado
autores tan distintos como Harmut Heine, Eutimio Martín y el propio
Moreno Gómez.
No deseo cansar al lector con repeticiones innecesarias. Por el
momento merece la pena reseñar que el 7 de junio de 1941, por orden del
gabinete de Guerra británico, se envió un telegrama supersecreto a
Washington, en el que pongo en itálicas un punto de vista
suficientemente expresivo. Decía así:
“El ministro español de Asuntos Exteriores [Serrano Suñer] está
esforzándose todo lo que puede en poner obstáculos a la política
británica y norteamericana de ayudar económicamente a España y crear así
una situación en la que pueda inducirse una mayor y más activa
colaboración con el Eje. A pesar de la fuerte oposición interna a
la política de [Serrano] Suñer, podemos vernos confrontados con una
situación crítica en las próximas semanas. Es por tanto muy importante
que se llegue a un acuerdo para que se nos dé mayor publicidad…”
Se comprende esta percepción, fuese correcta o no. En aquellos
momentos Serrano Suñer luchaba por su supervivencia política y bien
podría entenderse que lo menos que quería era que la ayuda anglosajona
interferiese con sus intenciones de entrar en guerra al lado del Eje.
Que los “rojos” –y otros que no lo eran- pasasen hambre (mejor dicho,
que corrieran el riesgo de morir de inanición) no entraría en sus
preocupaciones primordiales. No se trata de atacarlo gratuitamente
porque ¿reflejó siquiera mínimamente en sus memorias aquella situación
espeluznante? Para eso hubiese necesitado tener alguna fibra moral.
En aplicación de la estrategia seguida los británicos continuaron
mostrándose más generosos que los alemanes. En abril de 1941, por
ejemplo, se firmó un nuevo acuerdo de préstamo suplementario, a pesar de las reticencias del titular del Palacio de Santa Cruz,
que sí bloqueó otras iniciativas norteamericanas con un comportamiento
que, profesionalmente hablando, solo cabe caracterizar de penoso cuando
no de traidor.
¿Y qué decir de los nazis? Un telegrama de von Stohrer del 6 de
febrero de 1941 arroja luz sobre cómo los alemanes juzgaban la
situación.
En las semanas precedentes se había agravado considerablemente. En
muchas partes no había pan en absoluto. Se temían revueltas. Aumentaban
los delitos contra la propiedad. Incluso el Ejército no recibía lo
suficiente ni en comida ni en vestimenta. Reinaba mal ambiente. La
amargura de la población estaba tanto más motivada cuanto que todavía
había detenidos entre uno y dos millones de rojos (sic). Mal
alimentados. Sus familias pasaban hambre. Los casos de corrupción y la
falta de sentido social de los acomodados incrementaban la desazón.
Permítanme los amables lectores que me detenga un momento en esta
última afirmación. La hacía un alemán acomodado, miembro del partido
nazi y al servicio de la dictadura nacionalsocialista. Una dictadura que
había declarado el fin de la lucha de clases y su sustitución por la Volksgemeinschaft (comunidad racial) al servicio de un afán imperialista marcado por la biología. Sin embargo, le
chocaba que en la “España imperial” que cantaban los falangistas y que
llenaba los discursos de Franco y de sus adláteres no existiera el menor
sentido social.
Es una formulación que permite intuir que si eso ocurría con la élite
dirigente, los vencidos ya podían morirse de hambre tranquilamente con
tal de que no molestaran. El Caudillo no hubiese variado un ápice sus
planteamientos imperiales de haber tenido la menor oportunidad de
materializarlos. Como no fue así, el hambre fue refuncionalizado en
pretexto inexcusable para diferir la entrada en la guerra y luego para
levantar un monumento a la genialidad del Caudillo gracias al cual
habríamos llegado a la España de hoy.
REFERENCIAS
En general me he basado en documentación conservada en los legajos
FO371/24513, 24509, 26890 y 26946, en los Archivos Nacionales británicos
de Kew (Surrey), pero esto no quiere decir que no haya disponibles
otras fuentes. Quizá la más importante sea el artículo de Miguel Ángel
del Arco Blanco,“´Morir de hambre´”. Autarquía, escasez y enfermedad en
la España del primer franquismo”, en Pasado y Memoria. Revista de Historia Contemporánea, vol. 5, 2006.
Datos relevantes se encuentran en:
Manuel González Portilla y José María Garmendia Urdangarín:
“Corrupción y mercado negro: nuevas formas de acumulación capitalista”,
en Sánchez Recio, Glicerio y Julio Tascón Fernández, (eds.), Los empresarios de Franco. Política y economía en España, 1936-1957, Barcelona, Crítica, 2003.
Jordi Maluquer de Motes, Jordi: La economía española en perspectiva histórica, Barcelona, Pasado&Presente, 2014.
Francisco Moreno Gómez: La victoria sangrienta, 1939-1945. Un estudio de la gran represión franquista, para el Memorial Democrático de España, Madrid, Alpuerto, 2014
Así como en numerosos trabajos de Carlos Barciela y Ricardo Robledo
que, ¡vaya por Dios!, no parece que sean conocidos del profesor Payne.
El trabajo de Ángeles Arranz Bullido no está publicado.
A todos ellos, mi agradecimiento.
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