El caminante sobre el mar de nubes, de Caspar David Friedrich
“L’estratègia de voler enfrontar
la societat catalana amb els Mossos és un colossal error”, decía Enric
Juliana el pasado 31 de agosto poniendo un poco de sensatez en estos
días, semanas y meses de desproporción. El comentario de Juliana sobre
la inclusión de la labor de los Mossos en la ecuación política catalana
me hizo recordar un momento histórico que muestra el peligro de añadir a
un proceso enconado en el que solo tienen cabida discursos polarizados
el factor de la seguridad e incorporar al cóctel a unas fuerzas armadas.
Los conflictos y la violencia no empiezan en su cénit de
intolerancia y barbarie, existe un sinfín de procesos intermedios que se
van dando con la irresponsabilidad de muchos y la alerta de muy pocos.
La ciudad de Knin
se convirtió en 1990 en precursora y trágica protagonista del conflicto
entre serbios y croatas cuando el enfrentamiento se encontraba en plena
escalada. La elección del ultranacionalista de extrema derecha Franco
Tujdman como presidente de Croacia no fue bien acogida en la ciudad
ferroviaria al sur del país por la población de origen serbio que la
habitaba.
La policía serbia en la población croata, liderada por el inspector
de policía Milan Martic, no aceptó la legitimidad de un gobierno que
como primera medida tomó la bandera a cuadros y los símbolos que durante
la II Guerra Mundial habían usado los Ustacha contra los serbios. Su líder, Ante Pavelic,
Poglavnik de Croacia, con la colaboración de los nazis había realizado
una limpieza étnica de serbios con el campo de concentración de
Jasenovac como baluarte principal de sus acciones.
Milan Babic, alcalde de Knin, y Milan Martic, inspector de policía,
se convirtieron en las cabezas visibles de la rebelión policial contra
el gobierno de Croacia. La protesta fraguó porque existía una mayoría
serbia en la ciudad que apoyaba sus reivindicaciones, pero solo pudo
convertirse en la chispa de un conflicto terrible porque tenía la fuerza
de las armas.
Despreciar el clamor popular que existe detrás de una acción como la
de la policía serbia de Knin es tan irresponsable como alentar los más
bajos instintos y apelar a la emoción como único argumento de unas
reivindicaciones políticas legítimas. Solo hay un paso para llegar a una
rebelión como la que se sucedió en la región de la Krajina,
y antes de ese fatídico punto hay mucho que hacer. Ningún conflicto es
extrapolable, y menos aún el de los Balcanes. Pero analizar los procesos
permite encontrar pautas que ayuden a las soluciones. Es sobre
el resto del camino andado hasta ese momento de ignición sobre el que
hay que incidir para no llegar a un punto de conflicto irremediable.
Emocional y socialmente algo se ha roto de forma definitiva entre una inmensa mayoría de la población
que se encuentra imbuida por los relatos de dos percepciones
antagónicas de Cataluña y de España que lo han enturbiado todo. No es
posible desde una población de la periferia de Madrid o desde una
población rural castellana recibir de forma pasiva información mesurada
sobre el conflicto que se vive en Cataluña. La futbolización del
conflicto es total, la razón ha pasado a un plano secundario para que
predomine un hooliganismo que borra cualquier atisbo de
búsqueda del matiz o de intento de empatizar con las reivindicaciones
del otro. En España la catalanofobia es una dramática realidad.
El ambiente se ha tornado irrespirable, no hay tema que enturbie más
las relaciones personales en Cataluña que el proceso independentista. Es
comprensible empatizar con el hartazgo que viven muchos ciudadanos
independentistas que se han sentido insultados, ninguneados y
despreciados incluso sin compartir su visión nacionalista y patriótica. Y
no hay marcha atrás, solo queda apelar a la responsabilidad de todos
los actores implicados para restaurar un hábitat mínimo de convivencia
antes de que el abismo ya sea inexcusable.
DdA, XIV/3625
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