Jaime Richart
Habría que desalojar a todos estos de las instituciones, como se desahucia sin piedad a tantos desgraciados sin honda causa que lo justifique, mientras que para aquellos sería la medida de castigo más benévola, en función del daño que han hecho y siguen haciendo a toda la sociedad española…
En el supuesto de que, allá
por los años setenta, la intención de los poderes públicos de entonces (a cuyo
frente estaba una tal Margaret Thatcher, al seguir a Keynes, a Friedman, a
ensayistas mediáticos con los hermanos Kaplan a la cabeza y a otros economistas
iluminados) no fuese hacer de la privatización de lo público el negocio sórdido
que ha sido, sobre todo en España, creyeron que convertir a la sociedad humana
en una jungla de competidores que se destrozasen entre sí para que la actividad
del individuo rindiese más y fuese más productiva, iba a ser la solución para
un mundo nuevo y progresivamente próspero.
No calcularon aquellos cerebros muchas
cosas. Tampoco las consecuencias y en absoluto los riesgos. ¿O sí? No tuvieron
para nada en cuenta que si el ánimo y la diligencia del individuo se activa
cuando atisba la ganancia (y mucho más
si ésta es sin esfuerzo), también su condición le hace mucho más proclive al abuso que al
desarrollo de su conciencia social, es decir, la conciencia de la sociedad a
que pertenece y del bien que esa conciencia procura para todos. Sin embargo, el
logro del bien común perseguido por todas las cabezas pensantes desde la Grecia
antigua hasta ayer, es imposible cuando la propia sociedad, mejor dicho quienes
se han atrevido a administrarla, sitúan el interés del individuo aislado por
encima del interés del enjambre. Y eso es lo que sucede cuando de un país y de
su Estado se pretende hacer una Sociedad Anónima compuesta de accionistas,
además de una sola casta...
Lo
dicho sucede en toda sociedad, pero si encima sus dirigentes roban a mansalva
con consecuencias nefastas para grandes mayorías, esa sociedad no puede
sostenerse por mucho tiempo estable y acabará
fallida. Tampoco podrá esperarse que los ciudadanos que pertenecen a
ella no se conviertan en émulos de esos dirigentes en los aspectos más funestos
de toda imitación, que es la imitación de la perversidad y en España de la
picaresca. Pues la imitación es un factor peligroso en esta cuestión, pues al
individuo le cuesta mucho más imitar la virtud y el comportamiento virtuoso de
los individuos que gobiernan, que imitar de ellos lo peor de su conducta y de
su imagen. Es más, si el jerarca o los jerarcas son abyectos, lo más
probable es que tan aberrantes en el cumplimiento de sus obligaciones civiles
como ellos acaben siendo gran parte de los gobernados. De ahí que sea mucho más
importante la honestidad del dirigente que su idoneidad técnica. Y desde este
estado de cosas, a la anomia, al caos o a la revolución no hay más que unos
pasos.
Una
prueba de esto es que si las sociedades catalana y vasca en España tenían,
aunque latentes, dormidas sus aspiraciones de independencia, desde un tiempo a
esta parte ambas están
al acecho de su oportunidad aunque sólo sea para que el mundo no les confunda a
ellos con la españolidad infecta de corrupción de sus gobernantes centralistas.
Se
entiende así que millones de ciudadanos preferiríamos ser apátridas antes que
seguir bajo el yugo de una banda de ladrones que desde la transición se
apoderaron del poder político conservando los poderes fácticos y no están
dispuestos a abandonarlo, como no lo estaban aquellas bandas de forajidos en
las películas del lejano Oeste americano
que se habían apoderado del pueblo y tenían que ser desalojadas a tiros...
¿Quién
no hay imaginado alguna vez que vivía en un país tranquilo y propulsado por
deseos de justicia, de libertad y de igualdad; en un país donde “la justicia estaba
en sus propios términos, sin que la osasen turbar ni ofender los del favor y
los del interés, que tanto ahora la menoscaban, turban y persiguen, y donde la
ley del encaje aún no se había sentado en el entendimiento del juez porque
entonces no había qué juzgar, ni quién fuese juzgado”? Pues bien, quienes han secuestrado a España
tras la dictadura, jamás van a permitirlo sin mostrarse dispuestos a cualquier
bajeza más de las muchas cometidas, o a cometer más barbaridad para evitarlo. Y
si no, al tiempo...
DdA, XIV/3542
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