Antonio Rico
625 ranas
En el “Tu casa es mi casa” de esta semana dedicado a Josémaría Aznar
se cometió, en mi opinión, un claro delito de incitación al odio. Al
odio a Josémaría Aznar, me refiero. Sé que es muy improbable que aún
quede en nuestro país algún español que no sienta antipatía por nuestro
exdemocráticamente multielegido presidente. Pero si algún espectador se
mostraba reticente a esta emoción colectiva -no sé… por haber estado en
coma desde 1996, por abusar de drogas recreativas, por una
inquebrantable fe en la capacidad de redención del espíritu humano- es
seguro que terminó el espacio sintiendo una insuperable aversión
condicionada a todo lo que tenga que ver con los bigotes fantasmas y los
abdominales de destrucción masiva, tal fue el obsceno despliegue de
todos los rasgos que convierten a Josémaría en un personaje imposible de
amar: esa ridícula prosodia de actor de tercera, ese narcisismo trumpiano,
esa forma de sonreír indistinguible de un cólico, esa incapacidad
metafísica para la espontaneidad, ese ser de derechas como un exudado,
esa preverdad en cada frase, esa miserable afectación, ese…
Los estudiosos discuten sobre si el arte imita a la realidad o la
realidad imita al arte. No se ponen de acuerdo salvo en una cosa:
Josémaría Aznar imita obsesivamente a su caricatura. La persigue con
tenacidad en un proceso de michaeljacksonización que sólo los grandes se pueden permitir -el propio Jacko, la reina Letizia, Mario Vaquerizo…-.
Es lo que tiene vivir fuera del mundo: en el vacío ingrávido no existe
presión atmosférica y el ego, libre de cualquier anclaje con la
realidad, inicia una inflamación delirante buscando ocupar únicamente
todo. Sírvase con un jersey de punto en tonos claros pastel y banda
sonora con infumables versiones de clásicos del pop en versión chill out
de marca blanca. A la mañana siguiente alguien le habrá comentado que
su aparición en “Mi casa se parece a tu casa” supuso el mínimo histórico
de audiencia en el programa de Bertín Osborne, y atusándose el cabello habrá recordado a Churchill y su afirmación de que las grandes naciones son ingratas. Cómo no vamos a quererle.
DdA, XIV/3507
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