Durante su destierro en París, Unamuno escribió un duro poema contra la dictadura de Primo de Rivera, que posiblemente se hubiera quedado corto ante la masacre de Guernica que anunciaba la dictadura de Franco.
Félix Población
Los venideros se
encontrarán perplejos ante el montón de leyendas, contradictorias entre sí, con
que se les presentará esta que llamamos revolución y la que llamamos
contrarrevolución.
Unamuno, “La historia
en plano”, Ahora, 2-5-1936
Coincidiendo con el octogésimo aniversario de la muerte de
Unamuno, se estrenó el año pasado un film de Manuel Menchón, “La isla del
viento”, y se publicó recientemente el primer libro inédito de don Miguel,
“Apuntes de un viaje por Francia, Italia y Suiza”. La película se basa en el
destierro que el rector de Salamanca sufrió en Fuerteventura durante la
dictadura de Primo de Rivera, con una interpretación sobresaliente de José Luis
Gómez reviviendo el dramático episodio del Día de la Raza de 1936. El libro
recoge las impresiones de un joven de 24 años, muy enamorado de su novia
Concha, que visita París, Roma, Nápoles, Milán, Florencia y nos deja unas
magníficas notas de paisajista y muy personal crítico de arte.
En la presentación del libro en Salamanca estuvo Jean Claude
Rabaté, quien con Colette Rabaté escribió una de las más completas biografías
de Unamuno y trabaja desde entonces en su copioso epistolario (30.000 o 40.000
misivas), del que ya publicó 300 del destierro. Rabaté dará a conocer esta
primavera el primer tomo de los 8 de que constará el epistolario, pero no
dispondrá -tal como nos comentó- de la carta que el escritor dirigió a Nina
Infante Ferraguti. Esta epístola, fechada el 1 de diciembre de 1936, fue la
respuesta que don Miguel dio tras recibir una postal desde Roma en la que la
poeta lo saludaba con un “¡Viva España!,
¡Arriba España!”. La misiva, publicitada en Google, fue comprada por 1.800
euros hace tres años y lleva por cebo una única frase: “Extensa e
importantísima carta de D. Miguel de Unamuno”.
Jean Claude Rabaté nos
hizo notar esa posible relevancia cuando le dijo al doctor Pablo de Unamuno que
quizá podríamos leer en ese texto lo que su abuelo pensaba en verdad de los
vencedores. Don Miguel, destituido como rector honorario y arrestado en su
domicilio por el ejército faccioso desde que el Día de la Raza pronunció en el
paraninfo de la universidad su conocido discurso (“Venceréis pero no
convenceréis”), había tenido que sufrir el asesinato de dos de sus mejores
amigos republicanos (el pastor protestante Atilano Coco y el médico y exalcalde
de la ciudad Casto Prieto Carrasco), por lo que bien podría ser esa epístola una
prolongación aún mucho más acerba de la crítica expuesta públicamente el 12 de
octubre en presencia del general Millán-Astray.
A falta de ese texto, me parece oportuno recurrir a un poema
escrito por don Miguel en París y que Francisco Madrid recoge en su libro Los desterrados de la dictadura (Madrid,
1930). Es muy probable que la expresividad del pensamiento sentiente de Unamuno
en esos versos, con respecto a la bandera de aquel primer régimen dictatorial, fuera
menor como diatriba a la que pudo pergeñar ante esa misma enseña enarbolada por
la dictadura franquista naciente, no sólo porque el llamado Alzamiento al que
en principio había apoyado conducía a eso, sino porque se gestaba como en su
juventud sobre una nueva guerra civil, marcada en su senectud por una
crudelísima represión.
En ese poema pide don Miguel -siempre obsesionado con la
muerte- que si fallece en la dulce Francia lleven su cuerpo al maternal y
adusto páramo que se hermana con el cielo.
También reclama que se le envuelva en un
lienzo de blancura/ hecho del lino
del que riega el Duero/ y al sol de Gredos luego se depura. Afirma ser villano
de a pie, no caballero, y renuncia a ser envuelto en ese harapo gualda y rojo –bilis
y sangre- que enjuga a la espada. / Honra
y honor, estoy libre de antojo; / embozo de verdugo no es mi almohada. / Si
caigo sobre esta tierra baja, /subid mi carne al páramo aterido, / por Dios,
por nuestro Dios, el de la guerra, / mas no el de los ejércitos, lo pido.
Los últimos versos suenan a epitafio, muy distinto al que
figura en su nicho del cementerio de Salamanca, tras fallecer repentinamente treinta
días después de escribir a Nina Infante esa “importantísima carta”: Subidme allá; se hará mi carne roca, / y
allá, en el yermo, clamará su credo; / daré al desierto de mi patria, boca/ de
gritar a los sordos por el miedo.
DdA, XIV/3489
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