sábado, 11 de febrero de 2017

¿QUÉ HAY EN CADA UNO DE NOSOTROS DE DONALD TRUMP

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Fulgencio Argüelles 
El Comercio

Dicen algunos psicólogos que, no pocas veces aquellas personas que menos nos gustan son las que más se parecen a nosotros. Atendiendo a este enunciado (excesivo y discutible, pero digno de tener en cuenta) vengo aquí y ahora a plantear esta pregunta: ¿Qué hay en cada uno de nosotros en Donald Trump? ¿Cuánto hay del pensamiento de Donald Trump en el entono en el que a diario nos desenvolvemos? La respuesta surgirá inmediata y sin reflexión previa. ¡Nada! ¡No hay nada! ¡Qué atrevida y absurda pregunta!, dirán algunos. ¡En ese monstruo indeseable y maledicente no hay nada con lo que yo me pueda identificar!
El reciente presidente norteamericano es, en la actualidad, el hombre más afamado (no sé si el más odiado, desde luego el más observado) del planeta. Tal personaje no ha brotado de la nada, no ha surgido por espontánea generación política y social. Es un ser humano que representa una manera de sentir, de pensar y de actuar que está más próxima a nosotros, a nuestra cotidianeidad, de lo que pudiéramos en un principio imaginar. Los personajes réplica de Donald Trump salpican los pueblos del mundo, y él ha venido a ser una síntesis definitiva y explícita de lo que social y económicamente (y por tanto políticamente) está ocurriendo en las sociedades desarrolladas del mundo. Todo parece una broma. El payaso de los dorados e irreales cabellos tiene nombre de pato tramposo. Pero no. Donald es un nombre escocés que significa “el que gobierna el mundo”. Y Trump en español significa “triunfo”. ¿A que parece una premonición? Su existencia, como “señal que indica, previene y anuncia un suceso”, desde luego es un presagio. El suceso puede ser el aumento de la inestabilidad en el mundo, el incremento de la discriminación y la desigualdad y el triunfo del odio y de la violencia.
¿Cuál es el caldo de cultivo de esta singular aparición? ¿Cuáles son las materias orgánicas o inorgánicas que generaron este gusano político? En nuestro entorno escuchamos expresiones como éstas: “No soy racista, pero los moros no me gustan nada”; “No tengo nada en contra de los negros, pero no me gustaría que mi hija se casara con un negro, y eso hay que entenderlo”; “No soy homófobo, y si tuviera un hijo homosexual aceptaría con resignación esa desgracia”; “No puede ser que vengan de otros países a robarnos el trabajo” “¿Cómo puede ser que ese ecuatoriano morenito y chaparro esté trabajando en mi ayuntamiento?”; “A ver por qué les tienen que dar una vivienda a esos muertos de hambre que vienen de fuera”; “Los sin techo son unos vagos”; “Los rumanos no vienen aquí más que a robar”; “No hay quien pasee por la plaza, está llena de negros y de sudacas”. La lista sería interminable. Observando un partido de fútbol se escuchan con total normalidad expresiones como “Písale la cabeza al negro ese de mierda” o “Pártele la pierna al mono”. En los partidos arbitrados por mujeres los insultos machistas se multiplican (incluso voceados por mujeres) El lenguaje cotidiano refleja los valores de una sociedad en la que abundan las expresiones racistas, machistas y discriminatorias hacia los diferentes o hacia los débiles. Los prejuicios contra las minorías, contra los extranjeros, contra los musulmanes, contra los mendigos y los desfavorecidos, contra los perseguidos por razón de sexo, religión o raza y contra los miserables, pasan al instante a formar parte del lenguaje cotidiano y cargan cada palabra (utilizada para enunciar el rechazo o argumentar la discriminación y el odio) de negatividad y de violencia. Convivimos diariamente con una horrenda, invariable y peligrosa música de expresiones sexistas y xenófobas. Y las palabras expresan ideas. Y las ideas son el motor de los comportamientos.
Donald Tramp convive con nosotros cada día. Es ese personaje al que le reímos los chistes machistas y racistas. Es ese individuo ante el que asentimos cuando expresa altaneramente sus prejuicios. Sin un atisbo de rebelión, no pocas veces, apoyamos sus ideas con respecto a la genética de los gitanos, a las sospechosas costumbres de los chinos, al carácter violento de los musulmanes, a la promiscuidad de las mujeres caribeñas, a la animalidad de los negros o la manifiesta inferioridad mental de todas las mujeres. ¡Construye el muro!, le gritan cada día a ese Donald Trump que ahora tiene rostro y tiene palabra y tiene poder. ¿Cuántas veces no hemos apoyado con nuestra pusilanimidad, con nuestra indolencia, con nuestro silencio la construcción de esos muros de la discriminación y de la indiferencia? El odio y el rencor tienen un nuevo líder, el más poderoso de los líderes. Los burdos nacionalismos despiertan y ya se atreven con todo. Los charlatanes del mundo (¿Quién no ha sido alguna vez en su vida un charlatán?) ya tienen portavoz. Él ha pronunciado frases como éstas: “Podría disparar a gente en la calle y me seguirían votando”; “Restablecería el ahogamiento simulado para los sospechosos de terrorismo”; “Pido el bloqueo completo a la entrada de musulmanes”; “Nada de extranjeros”; “Devolveré a los refugiados a su casa”; “El muro nos ahorraría muchos problemas y mucho dinero”; “De Méjico nos envían a los violadores y a los que traen el crimen y la droga”; “Sería bonito ver cómo esa modelo se pone de rodillas”; “Cuando eres una estrella, puedes hacer cualquier cosa, agarrarlas por el coño, lo que quieras”; El payaso se rodea de buenos ayudantes. Uno de ellos llegó a afirmar que abolir la esclavitud había sido un error.
Una vez escuché en un bar esta expresión: “A los ecuatorianos y a los peruanos habría que ponerlos a todos a trabajar con la basura, ellos son felices entre la basura”. Y no dije nada. En ese momento ese individuo fue Donald y yo fui Trump. Observo una tendencia peligrosa en los medios de comunicación a comentar las ocurrencias de Trump como si fueran los chistes del payaso del bar. Pero ese payaso maneja la palanca de la destrucción del mundo. Falta reflexión sobre las causas, sobre el caldo de cultivo que generó al monstruo, sobre lo que cada uno de nosotros tenemos de ese monstruo. El enunciado del inicio (Las personas que menos nos gustan son las que más se parecen a nosotros) se cumple en el caso de Trump. A él no le gustan nada los emigrantes, porque se parecen mucho a él. Pertenece a una familia de emigrantes escoceses y sus tres esposas son emigrantes.

DdA, XIV/3466

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