En repetidas ocasiones hemos publicado con gusto en este modesto DdA poemas de mi estimado Nacho González. Vaya a modo de reseña en reconocimiento de la estimación y admiración que le merecen a este Lazarillo sus versos, ésta sobre su último libro Los nombres de la herrida, que se acaba de publicar en el número de este mes de la reputada revista de literatura Quimera, que ahí sigue, año tras año, y ya van creo que treinta y cinco.
Félix Población
De Juan Ignacio González había
leído algunos de sus libros precedentes, El
cuaderno de la ceniza (2013) y Cuando
enero fue pasto de las llamas (2015). Ambos, con el que motiva este
artículo, forman parte de mis lecturas en voz alta y al aire libre en parajes
silenciosos y amenos que faciliten la escucha interior.
La poesía de Juan Ignacio no
puede dejar indiferente a quien la conciba, sobre todo, como un compartimiento
emocional de ideas y sentires, sin lugar para el regodeo esteticista o la
muletilla retórica. Casi podría afirmar, una vez leídos y releídos los más de
sesenta poemas que integran este libro, que costaría encontrar algún verso que
rompa la concentrada intensidad expresiva del conjunto.
Como siempre que esto ocurre, no
es recomendable hacer de este tipo de libros una lectura extensiva, sino selectiva,
que no pase de un par de poemas o pocos más en cada ocasión, aunque no sean
extensos los de este poemario, al que el autor da nombre con versos como estos:
No hay nada más amable que la herida/
cuando dibuja en ti todas las horas/ del paso lento de las latitudes./ Puedes
llamarla azul y se despiertan/ crisálidas de otoño en sus orillas/ y la luz del
silencio se hace paso/ por los desfiladeros de la ausencia,/ en la rodilla rota
del niño que, descalzo,/ jugaba en las orillas de una playa del sur.
Lo vivencial es con frecuencia,
en la poesía de González, una señal de identidad clave para que poemas como el
dedicado a la lengua obtengan una íntima transparencia asociativa con la
sensibilidad del lector: La lengua en la que escribes / procede del
rosal de la memoria, / como una contradanza/ es hija de los cuentos, la niñez,
/ no sería misma sin la música/ del verso que te acuna, / sin la pasión
solemne/ de aquel adusto profesor de geografía/ que te enseñaba a hollar en
diccionarios/ las palabras que nacen en los mapas.
En Sabia luz la poesía, el poeta (Mieres, 1960) parte de unos solidarios
versos de Josep María Font-Espina, en los que nos invita a morir un poco por
los otros para que no acabemos muriendo del todo y sin enterarnos, para afirmar
que esa luz llega con los abrazos. / Tiene,
como las flores, ese don/ de brotar donde quiere. /Te dice: No estás solo/ y el
mundo se agiganta porque tú no estás solo/ y vierte sobre ti toda la lluvia. /
Esa que llaman lágrimas los hombres.
Especialmente sensibilizado ante la
barbarie de los campos de concentración, la distancia de los exilios y la
penuria y desarraigo de la emigración, el poeta
escribe un excelente epitafio para aquellos que separó la guerra. No
menos intensa es la percepción avistada en el imaginario del recuerdo de La gar d’Austerlitz: Madre saca del bolso un pan sagrado, /
reparte entre sus hijos las migas del silencio / y abre el cofre del verso como
una luminaria / -la niñez son los pasos por este viejo andén/ asido de su mano.
Conmueve su perspectiva final de la senectud con estos versos llanos, directos,
confidentes: Quiero que me acompañes sin
mentiras/ por el último llanto/ y cuando te lo pida, me mires a los ojos.
Vuelve la madre a las páginas del
libro, entre los últimos poemas que lo integran, con una composición mucho más
identificativa y explícita de su imagen y personalidad, que el poeta describe en
la posguerra de las privaciones, callada en sus desvelos, hecha al silencio, pespuntando los sueños de los hijos.
Después de decirnos que amó sin condiciones y amamantó la vida con canciones de siembra y de boleros, los últimos
versos ejemplifican la densidad poética de todo un poemario en el que las
cicatrices del recuerdo alumbran sensaciones y reflexiones de un hondo calado
conceptual y afinada capacidad expresiva:
Soy la historia de todos sus desvelos, / por eso alumbro puentes/ por rutas que
no van a ningún sitio, / construyo soledades con las migas / que me dejó su
ausencia, en la cocina,/ aparto las lentejas como, a veces, /lo hacía en su
regazo/ y mantengo la lumbre por si vuelve. / Nunca decir te quiero fue tan
corto/ como cuando salía de sus labios.
Los nombres de la herida, Juan Ignacio González. Playa de Ákaba, 2016. 98 páginas
*Reseña publicada en el número de febrero de 2017 de la revista de literatura Quimera.
DdA, XIV/3457
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