Necesita
confiar en que llegará un momento que todo el mundo comprenderá que la codicia extrema es tan perniciosa para el país como una guerra;
que la codicia, que los codiciosos llaman ambición legítima, es la
causa de la mayoría de todos los males sociales.
Jaime Richart
El desafío principal de estos
momentos en España es la reforma a fondo de la Constitución para ajustarla a la realidad territorial tal como
es y desean millones de sus habitantes, y rechazar la que fuerzan sus
habituales dominadores empeñados en una nación única, heterogénea y compactada
históricamente bien por las armas bien envolviendo en apariencia de utilidad a
las instituciones que encubren esa falsa realidad. Pues la cohesión entre un
pueblo y su territorio no se logra con artificios leguleyos o con engaños administrativos, y menos en tiempos en
los que la lucidez de la ciudadanía brilla con luz propia y ella se da cuenta
de todo.
Sin embargo,
mientras esperamos a la reforma profunda de la Constitución y a que la mayoría
reconozca un mosaico de nacionalidades en el hecho territorial, ahí está,
pendiente, un orden básico en todo el
país, tanto en todas las estructuras
del Estado como en todos los ámbitos de la
sociedad civil, que ahora no existe.
Porque el
desorden es manifiesto. Desorden que en realidad y en buena medida viene
provocado por las tensiones entre las nacionalidades de hecho y el aparato
central, el cual aplica sin respiro y desde tiempo inmemorial una inusitada
fuerza centrípeta a su política en esa materia.
España, en cualquier caso, vive un caos organizativo por más que sus
habituales u ocasionales administradores intenten
solaparlo. Por ello es
preciso empezar por restablecer
la confianza y el
compromiso entre gobernantes y gobernados, y entre los propios ciudadanos. Cómo hacerlo, no lo sé. Pero lo que si sé es que sin compromiso ni confianza no puede haber
sociedad avanzada (y menos donde todo se basa en el dios Mercado) que no sufra una manifiesta o
soterrada inestabilidad... Las bribonerías de la banca en general durante años
han dado al traste con la confianza que antes pudiera existir. Y a la pérdida
de credibilidad en la banca se ha sumado el impacto casi en el mismo sentido,
que el saqueo de las arcas públicas por parte de los gobernantes ha producido
en la ciudadanía, en la vida pública, en la privada, en la mercantil y en la laboral. Habrá de pasar mucho tiempo hasta recobrar esa confianza escandalosamente
agrietada. Y ello sólo podrá ser, a condición de que la voluntad política
aborde el asunto de la territorialidad como la principal preocupación de este
país, conjuntamente con la oprobiosa desigualdad social.
Pero aparte
de este asunto tan espinoso como absurda la manera de tratarlo a cargo de los
gobernantes a estas alturas de la historia, en España, tras un largo periodo de
desvalijamiento de lo público, descubierto el monstruo de corrupción,
ha quedado
un espantoso vacío normativo. Un vacío que no pueden
ocuparlo más leyes, sino el poder tercero del Estado que es el judicial, por
un lado, y el empuje autoregulador de la propia sociedad, por otro. Depurar,
pues, el daño supurado por tanta bellaquería y poner orden en tanta confusión
debe ser otro reto. Pues, desde la enseñanza hasta la industria, desde la
ganadería hasta la política, desde el periodismo hasta la medicina, desde
la forma de Estado y de gobierno hasta la prostitución, desde la minería hasta el medioambiente, desde
el mal uso del idioma hasta la degradación de las
costumbres, desde la justicia hasta la industria farmacéutica... todo está
infectado de inseguridad
jurídica, de maquinación o de saqueo.
Y cuando
hablo de que falta un impulso regulador, no me refiero a que falten leyes pues
España debe ser el país que más legisla del mundo (y también el que más incumple).
Me refiero a la necesidad de prácticas
imaginativas e inteligentes en los estamentos superiores de la gobernación, pero también a la movilización de la conciencia
de la sociedad toda. Pues la verdadera democracia no necesita
de muchas normas, sino una conducta
intachable de los que desde el ámbito privado
o del público dirigen la
vida colectiva, y altas miras
que iluminen,
tanto a los ciudadanos comunes para
inducirles a
concitar sus fuerzas dirigidas al interés general como a los más desahogados para cooperar con ellos. La democracia necesita que los puercospines de la parábola de Schopenhauer no estén tan lejos
unos de otros para no pasar
frío, ni
demasiado cerca para no pincharse.
Lo que a su
vez significa desoír en lo posible a los políticos, desdeñar la
publicidad, desconfiar del periodismo y de los medios de comunicación, y recelar asimismo
de médicos, de
abogados, de notarios, de registradores, de quienes manejan el escrutinio de
los votos; de todos los oficios y profesiones
de más o menos fuste en los que descansa en buena medida la buena fe de
la ciudadanía... El ciudadano común debe
forzarles a
"regenerarse" y a regenerar su ética, cada día más confusa y más
débil, y esforzarse él por
su parte en formarse criterio propio en lo
posible, para el bien de la comunidad y sin esperar ni
buscar tutelas en el periodismo sectario que a todo trance quiere infundir
opinión, como antaño nos las dispensaba con ruedas de molino el clericalismo.
En efecto. La
sociedad española necesita reencontrar la confianza perdida hace mucho tiempo;
aquella confianza que fue pasajera y fruto de la ilusión propiciada por el consumo endeudador. Necesita
confiar en que llegará un momento que todo el mundo comprenderá que la codicia extrema es tan perniciosa para el país como una guerra;
que la codicia, que los codiciosos llaman ambición legítima, es la
causa de la mayoría de todos los males sociales. Si
esto no es novedad porque siempre fue así, y tampoco la única, en los
tiempos actuales es mucho más grave, porque además de serlo para una sociedad mentalmente
despejada, es brutal su impacto en las condiciones del planeta. Y es que,
desaparecidos el freno y control social que ejerció la religión primero y una ética de mínimos después, la codicia
hoy alcanza unos niveles pavorosos en Occidente y especialmente en España. Esa codicia que embrutece, ésa que
ciega, ésa que bajo las buenas maneras se
esconde brutalidad,
ésa que ha abierto de par en par las puertas a la desertización galopante y a la saturación de la biosfera. Ésa, en fin, que ha sido la causa principal de la
destrucción de buena parte del tejido
social en España.
Pero si
España precisa de una regeneración a fondo de sus gobernantes y de la clase
política, no menos regeneración necesitan ese periodismo de baja estofa y esa
ciudadanía que entrega reiteradamente su confianza a malhechores.
Mientras no
se aborde con naturalidad el asunto de las nacionalidades que encierra España
y no renueve a fondo su filosofía social la sociedad civil y todos sus
estamentos, España no será una nación digna de respeto para los países de la
Vieja Europa, aun con sus defectos, y sí un país donde el patriotismo de
guardarropía seguirá siendo el principal refugio para los canallas.
DdA, XIII/3408
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