Jaime Richart
Cuando he escrito sobre la protesta inútil o la inutilidad de razonar,
no ha sido ni por pereza ni con el propósito de disuadir al eventual lector de
que se aquiete conmigo y deje de hacer análisis de lo que acontece en
este país. Es decir, no ha sido para incitarle a que renuncie a la crítica de
lo que a diario conocemos a través de esa cadena sin fin como las que hay en
las fábricas, por la que casi segundo tras segundo, sin pausa, va pasando una
"información" sobre basura social a cargo de ese cuarto poder que
constituye la casta periodística. Y no trato de coartar la inclinación de nadie
a esa tarea porque sí. Lo digo porque, en primer lugar cuestiono la calidad y
catadura del periodismo español, ahora desmelenado en una carrera contra
reloj entre los periodistas mismos por desvelar miserias localizadas en la
vida pública y en la política, y cuantas más mejor; ello después de haber
estado ejerciendo durante mucho tiempo un silencio cómplice acerca de numerosos
casos que, o ya conocían y no desvelaban, o conociéndolos, esperaron por motivos
contables, no éticos, para hacer caja a su debido tiempo con ellos. Y en
segundo lugar, porque es tal la avalancha de podredumbre que desde hace tres o
cuatro años se precipita sobre las cabezas y atención de la ciudadanía, que el
mero hecho de hacer un alto para fijarnos en cualquier denuncia periodística
aislada y todas en conjunto ha de producir un efecto descorazonador e
intoxicante a toda epidermis medianamente sensible. Pues los efectos no se
hacen esperar: un bochorno y una vergüenza infinita al saber que el mundo nos
ha de identificar necesariamente con quienes durante décadas nos han representado;
bochorno y vergüenza a los que acompaña un deseo de desvincularnos de ellos y
de renunciar a la nacionalidad española. Ese sentimiento o deseo ha de
coincidir aproximadamente con ese 75 por ciento de la población española que
no cuenta políticamente hablando, ni en la gobernación ni en la gobernanza.
Un 75 por ciento frente al otro 25 por ciento, que es en buena medida el que
ordena y mangonea; un 25 por ciento que ha elegido en las urnas a los que, aun
en minoría, siguen en todo lo alto de la nación o en espera de ser refrendados
por el mismo porcentaje, o superior, en unas nuevas elecciones.
Se dice que el armiño prefiere morir antes que traspasar un círculo de
porquería. Pues bien, yo, y me sospecho que millones de españoles, nos
sentimos incapaces de atravesar un cinco mil de basura moral pública sin dejar
de sentirme al mismo tiempo español... Pues si tuviese que analizar y juzgar -por supuesto con el rigor que exige mi espíritu- todas y
cada una de las noticias relacionadas con la corrupción política, debería renunciar
a todo cuanto está relacionado con mi vida privada. Y no es de buena ley semejante
majadería.
En resumidas cuentas, que si he hablado de la inutilidad de razonar
y de la protesta inútil es porque somos demasiados millones de personas los
que a buen seguro renegamos de nuestra condición de españoles desde el punto
de vista administrativo. Es decir, desde el punto de vista de unos documentos
de identificación y de registro personal que nada tienen que ver con, precisamente,
nuestra devoción por las tierras en las
que vivimos toda la vida y en las que mayoritariamente hemos nacido. Razón
ésta que apunta a los motivos que hicieron decir a los antiguos latinos ibi bene, ibi patria: allá donde estás
bien, es tu patria. Por lo que ese 75 por ciento que se abochorna y se
avergüenza, que no cuenta en el concierto general, siendo español quizá por
los cuatro costados, abomina de serlo por una angustiosa impotencia al verse
incapaz de desalojar de la vida pública a los miles de malhechores que la protagonizan
desde la desaparición de la dictadura; todos ricos o enriquecidos, todos
investidos de privilegios, todos escoria de la nación española.
El caso es que un envenenamiento progresivo nos amenaza si nos
asomamos simplemente a los titulares de un periódico, de una cadena de radio o
de un canal de televisión. Y no vale la pena pues, al igual que decía Woody
Allen a propósito de que cuando escuchaba a Wagner le entraban ganas de
invadir Polonia, y al igual que el cineasta Trueba reniega de la nacionalidad
española yo, en cuanto escucho cualquier noticia relacionada con la actualidad
o veo a indeseables de apellido Inda, siento unos irrefrenables deseos de
apostatar de español y de hacer la revolución. Razones todas ellas, unidas a
mi avanzada edad, por las que prefiero ignorar la realidad y a un sector de esta
sociedad plagado de filisteos; es decir, de espíritus vulgares que han
desvalijado a este país, o han contribuido con su voto a ello, y sin embargo aún
deciden su destino. Sin esperanza alguna de un renacimiento en lo que me queda
de vida, viéndome obligado a esperar que mis nietos o mis biznietos enmienden
a lo que hoy por hoy no hay dios que meta mano...
DdA, XIII/3400
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