miércoles, 30 de noviembre de 2016

SER ESPAÑOL ANTE TANTO MALHECHOR DE LA VIDA PÚBLICA


Jaime Richart

Cuando he escrito sobre la protesta inútil o la inutilidad de ra­zo­nar, no ha sido ni por pereza ni con el propósito de disuadir al eventual lector de que se aquiete conmigo y deje de hacer aná­lisis de lo que acontece en este país. Es decir, no ha sido para incitarle a que renuncie a la crítica de lo que a diario cono­cemos a través de esa cadena sin fin como las que hay en las fábricas, por la que casi segundo tras segundo, sin pausa, va pa­sando una "informa­ción" sobre basura social a cargo de ese cuarto poder que consti­tuye la casta periodística. Y no trato de coartar la inclinación de na­die a esa tarea porque sí. Lo digo por­que, en primer lugar cues­tiono la calidad y catadura del perio­dismo español, ahora desmele­nado en una carrera con­tra reloj entre los periodistas mis­mos por desvelar miserias loca­liza­das en la vida pública y en la política, y cuantas más me­jor; ello después de haber estado ejer­ciendo durante mucho tiempo un silencio cómplice acerca de nume­rosos casos que, o ya co­nocían y no desvelaban, o conocién­dolos, esperaron por moti­vos conta­bles, no éticos, para hacer caja a su debido tiempo con ellos. Y en segundo lugar, porque es tal la avalancha de po­dredumbre que desde hace tres o cuatro años se pre­cipita sobre las cabezas y atención de la ciudadanía, que el mero hecho de hacer un alto para fijarnos en cualquier denuncia pe­riodística aislada y todas en conjunto ha de producir un efecto descorazo­nador e intoxicante a toda epidermis medianamente sensi­ble. Pues los efectos no se hacen esperar: un bochorno y una ver­güenza infinita al saber que el mundo nos ha de identificar nece­sariamente con quienes durante décadas nos han represen­tado; bochorno y vergüenza a los que acompaña un deseo de des­vincularnos de ellos y de renunciar a la nacionalidad es­pa­ñola. Ese sentimiento o deseo ha de coincidir aproximada­mente con ese 75 por ciento de la población española que no cuenta política­mente hablando, ni en la gobernación ni en la go­ber­nanza. Un 75 por ciento frente al otro 25 por ciento, que es en buena medida el que ordena y mangonea; un 25 por ciento que ha elegido en las ur­nas a los que, aun en minoría, siguen en todo lo alto de la na­ción o en espera de ser refrendados por el mismo porcentaje, o supe­rior, en unas nuevas elecciones.

Se dice que el armiño prefiere morir antes que traspasar un círculo de porquería. Pues bien, yo, y me sospecho que millo­nes de españoles, nos sentimos incapaces de atravesar un cinco mil de basura moral pública sin dejar de sentirme al mismo tiempo espa­ñol... Pues si tuviese que analizar y juzgar -por su­puesto con el ri­gor que exige mi espíritu- todas y cada una de las noticias relacio­nadas con la corrupción política, debería re­nunciar a todo cuanto está relacionado con mi vida privada. Y no es de buena ley seme­jante majadería.

En resumidas cuentas, que si he hablado de la inutilidad de ra­zo­nar y de la protesta inútil es porque somos demasiados mi­llones de personas los que a buen seguro renegamos de nuestra condi­ción de españoles desde el punto de vista administrativo. Es decir, desde el punto de vista de unos documentos de identifi­cación y de registro personal que nada tienen que ver con, precisa­mente, nues­tra devoción por las  tierras en las que vi­vimos toda la vida y en las que mayoritariamente hemos na­cido. Razón ésta que apunta a los motivos que hicieron decir a los antiguos latinos ibi bene, ibi patria: allá donde estás bien, es tu patria. Por lo que ese 75 por ciento que se abochorna y se avergüenza, que no cuenta en el con­cierto general, siendo espa­ñol quizá por los cuatro costados, abo­mina de serlo por una an­gustiosa impotencia al verse incapaz de desalojar de la vida pública a los miles de malhechores que la prota­gonizan desde la desapari­ción de la dictadura; todos ricos o enriquecidos, to­dos investidos de privilegios, todos escoria de la na­ción espa­ñola.

El caso es que un envenenamiento progresivo nos amenaza si nos asomamos simplemente a los titu­lares de un periódico, de una cadena de radio o de un canal de televisión. Y no vale la pena pues, al igual que decía Woody Allen a propósito de que cuando escuchaba a Wagner le entra­ban ganas de invadir Polo­nia, y al igual que el cineasta Trueba reniega de la nacionalidad española yo, en cuanto escucho cual­quier noticia relacionada con la actuali­dad o veo a indesea­bles de apellido Inda, siento unos irrefrenables deseos de aposta­tar de español y de hacer la revolución. Razo­nes todas ellas, unidas a mi avanzada edad, por las que prefiero igno­rar la realidad y a un sector de esta socie­dad plagado de filisteos; es decir, de espíritus vulgares que han desvalijado a este país, o han contribuido con su voto a ello, y sin embargo aún deciden su des­tino. Sin esperanza alguna de un renacimiento en lo que me queda de vida, viéndome obli­gado a esperar que mis nie­tos o mis biznietos enmienden a lo que hoy por hoy no hay dios que meta mano...


DdA, XIII/3400

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