Jaime Poncela
La vida breve y ligera, taimada y sonriente como el gato de Cheshire;
la vida: este aparato de matar inocentes e indultar capullos, este
escenario de payasos sin gracia, este corral de dramas crónicos que
venden periódicos a cambio de almas, este altavoz de mentiras pegajosas,
de verdades cegadoras, de voces apagadas, de gritos agudos como una
espada; la vida, esta máquina trituradora, esta cinta continua que
transporta los restos de lo que fuimos en el tiempo que tardamos en
pasar de jóvenes promesas a viejos fracasos, esta maleta vieja y
cuarteada que parece que estrenamos ayer y en la que acarreamos nuestras
miserias de viaje a ninguna parte, este reino de dioses ateos y
soberbios que solo creen en sí mismos, este templo de sumos sacerdotes
que beben la sangre del sacrificio ajeno, este patio de vecindad donde
lo mismo se corta el cuello a una gallina que a una mujer, este parque
desolado donde los niños juegan a ser carne fresca para la lidia
mientras se les vende alcohol por garrafas; este horizonte sin apenas
arcoíris, esta escalera apolillada con el ascensor estropeado, este nido
de ratas adornado con flores de plástico, este nicho de restos
vivientes, esta cosecha agria de vino barato, este puticlub de carretera
de chulos por palabras, de putas sin vocación y con sabañones, esta
huerta de suicidas sin red, este bombardero de miserias de racimo, este
estridor de llantos lejanos, este mentidero sin desmentido posible, este
reino de toreros, de estafadores, de vendedores calvos de crecepelo
donde los estafadores medran y los poetas sobran, este patíbulo a plazo
fijo, este banco de cuentas sin fondos que siempre son las nuestras,
este cuerpo enfermo que siempre es el nuestro, este carro de heno que
pasea a los golfos más reputados y votados, este rumor de neumáticos que
nos acuna, este vapor amarillo que nos adormece, este campo de minas es
la vida.
Esta vida, que no hay otra, este camino de abismos sin quitamiedos
solo se puede vadear bailando un vals vienés, un pequeño vals con
bonitas muchachas, el que nos enseñó a bailar Leonard Cohen con la
elegancia inimitable de los elegidos, con la bondad sencilla de los
santos con sombrero que sonríen y lloran con igual sinceridad, con una
voz tan profunda y personal que ya nadie nos podrá quitar porque esa voz
y ese vals se han infiltrado en la vida a pesar de tanta basura, y han
salvado y salvarán aún a mucha gente que para poder seguir adelante solo
tendrá que aprender un vals, este vals vienés que Leonard Cohen seguirá
bailando con nosotros por toda la eternidad.
DdA, XIII/3386
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