Atilio A. Boron
En el
imaginario colectivo de gran parte del mundo la sociedad norteamericana
es la sociedad ideal. Según esa construcción más que ideológica
mitológica, una verdadera proeza de la industria cultural de ese país,
los Estados Unidos son una sociedad abierta, de intensa movilidad
social, pletórica de derechos, igualitaria, amante de la paz, los
derechos humanos, la justicia y la democracia. Una sociedad, además, que
se ha arrogado una misión supuestamente encomendada por la Providencia
para difundir por todo el mundo el mensaje mesiánico y salvífico que
redimiría a la humanidad de sus pecados y sus miserias. Pero esa imagen
nada tiene que ver con la realidad. Estados Unidos es una sociedad
profundamente desigual, en donde el diferencial de ingresos y riquezas
entre los más ricos y los más pobres asumió, en el último cuarto de
siglo, ribetes escandalosos y jamás vistos en su historia. Una sociedad
que a siglo y medio de la abolición de la esclavitud sigue
estigmatizando y persiguiendo a los afroamericanos con una virulencia
que, desde que uno de ellos, Barack Obama, asumió la presidencia de la
república no hizo sino crecer. Hacía décadas que policías blancos no
mataban a tantos negros en las calles de Estados Unidos. Una sociedad
que presume de ser democrática cuando los más brillantes intelectuales
de ese país no dudan en caracterizarla como una obscena plutocracia.
Pero sobre todo, Estados Unidos es una sociedad enferma, con una
proporción de adictos a toda clase de drogas que no tiene parangón a
escala mundial y que constituye el gran estímulo para el negocio del
narcotráfico; y con una propensión al asesinato indiscriminado de niños
en una escuela, de personas en un cine, de afroamericanos que concurren a
su iglesia, de gente que acude a un shopping, de estudiantes que
concurren a sus clases en la universidad o de gays que van a un bar con
sus amigos y que, de repente, entra uno de estos psicópatas armados
hasta los dientes y comienza a disparar sin ton ni son, al voleo,
matando por matar. Y no son hechos aislados sino rasgos profundos y
reiterativos de una patología social. Un reportaje de la BBC indica que
en el año 2015 hubo en Estados Unidos 372 balaceras masivas, que mataron
un total de 475 personas e hirieron a 1.870.La de Orlando, el asesinato masivo más importante de la historia norteamericana, agrega 50 más a esa lista ominosa y 53 heridos, algunos de ellos de extrema gravedad. Un problema crónico que se retroalimenta con los crímenes interminables que la Casa Blanca perpetra sin pausa en Medio Oriente y Asia Meridional, lo que despierta en algunos un incontrolable deseo de venganza. Según el New York Times el atacante en bar de Orlando habría llamado al 911 de la Policía poco antes de efectuar su ataque y manifestó su lealtad el Estado Islámico. Testigos aseguran que antes de comenzar a disparar gritó “Alá es grande”, aunque hay que tener cuidado con estas informaciones.
Más allá de estas dudas, el matar por matar, o matar para vivir un momento de celebridad, como el cretino que acabó con la vida de John Lennon en Nueva York, o matar a cualquiera para vengar los crímenes de Estados Unidos en su cruzada contra el Islam (como parecería ser la motivación en este caso) se ha convertido en una constante histórica y un síntoma del nivel de locura que prevalece en una sociedad que pretende erigirse como el non plus ultra de nuestro tiempo cuando en realidad es una formación social afectada por una grave patología que, poco a poco, va destruyendo los fundamentos mismos de cualquier convivencia civilizada.
Página/12 DdA, XIII/3293
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