Simpatía por el diablo
Caricatura de Luis Grañena
16 de
Enero de
2016
En los años 1960, la televisión, la
radio y los periódicos españoles –controlados todos por el régimen
franquista- se cebaban con los grupos de rock anglosajones que iniciaban
entonces su andadura. La ira, el asco y el miedo pugnaban entre sí en
sus comentarios sobre las melenas, los atuendos estrafalarios, la música
chirriante y, supremo horror, el consumo de drogas de los Beatles y los
Rolling Stones. La banda de Mick Jagger era la más odiada: su
desfachatez era tal que incluso interpretaba una canción expresando
simpatía por el diablo.
Yo era un adolescente y recuerdo cómo aquella campaña
oficial contra el rock me lo hacía irresistiblemente atractivo. A mi
hermano, mis primos y mis amigos del bachillerato les pasaba tres
cuartos de lo mismo; así que, en vez de coplas y pasodobles,
escuchábamos y bailábamos temas cuyas letras no entendíamos, pero que
asociábamos con libertad y rebeldía. Llevar vaqueros, dejarse el pelo
largo y colocar en el dormitorio un póster de John Lennon se convirtió
en una de las maneras de decir que no nos gustaba aquella España
grisácea y represiva.
La dictadura nacional-católica de Franco le tenía mucha
inquina a la música emergente, pero su rechazo era compartido por los
conservadores de todo el mundo, estuvieran a uno u otro lado del Telón
de Acero. Cuando Lennon proclamó que los Beatles eran más célebres que
Jesucristo, en Estados Unidos se desató una furibunda campaña de
destrucción pública de los discos del grupo de Liverpool. Aquellos autos
de fe, de los que TVE daba cuenta de modo aprobador, nos recordaban a
los adolescentes y jóvenes a los practicados por la Inquisición y los
nazis, y reforzaban nuestro interés por la nueva cultura popular.
He recordado esto al leer un tuit en el que el economista
Juan Torres López dice lo siguiente: “Los ataques a Podemos, después de
lo que ha pasado en España, son tan exagerados que van a tener un efecto
rebote que hará historia. Al tiempo”. Comparto esta impresión. Desde
hace año y medio, no hay día en que esta formación política no reciba
una catarata de insultos y acusaciones manifiestamente injustos y
desproporcionados. Que si la financian Venezuela e Irán, según fuentes
anónimas de servicios secretos extranjeros que cualquiera de nosotros
podría inventarse. Que si quiere implantar el chavismo o los soviets en
España. Que si los impuestos de Monedero o el trabajo universitario de
Errejón cuando ninguno de los dos ocupaba en ese momento un cargo
político pagado por el contribuyente. Que si la novia -o ex novia- de
Pablo Iglesias. Que si Manuela Carmena les roba a los niños la ilusión
por los Reyes Magos y, además, quiere acabar con las inversiones
extranjeras en Madrid por pretender aplicar una política de protección
del edificio Torre España aprobada por el Ayuntamiento y el Gobierno
regional del PP… Y así cada vez que das un vistazo a un dinosaurio de
papel o enciendes la radio o la tele.
Lo último ha sido el escándalo que el establishment
político y mediático ha querido desatar por su entrada en el Congreso:
el bebé de Bescansa, las bicicletas de Equo, la banda musical de
Compromís, el juramento de Iglesias, las rastas de un diputado, el
supuesto mal olor y los presuntos piojos de los representantes de más de
5 millones de españoles…
Uno, que ya es sexagenario pero aspira a no convertirse en
un sepulcro blanqueado, no da crédito a lo que lee y oye. Uno sale a la
calle y ve que la gente va así, con zapatillas, vaqueros y cazadoras,
con barbas y melenas, escuchando música en los auriculares de sus
teléfonos, arrastrando niños y paquetes, muy pocos –apenas los empleados
de notarías y sucursales bancarias- con traje chaqueta y corbata. Uno
habla con esa gente sobre apuros para llegar a fin de mes, sobre la
sobrina que ha tenido que irse a Londres, sobre lo caro que está el
recibo de la luz, sobre el miedo a un nuevo despido colectivo en la
empresa, sobre el salario mínimo que cobra el hijo por cincuenta horas
semanales de trabajo temporal... Uno mira el Congreso a través de la
tele y ve a un diputado recién imputado por cobrar comisiones, a decenas
más que militan en partidos implicados en incontables casos de
corrupción y a una vicepresidenta que espeta zafiedades a su chófer y
juega al Candy Crash.
¿Y si dejaran a Podemos en paz durante, digamos, un par de
semanas? Igual podríamos reflexionar serena y concienzudamente sobre sus
luces y sus sombras. Porque lo seguro es que la saña con la que se le
despelleja resulta sospechosa viniendo de donde viene. Porque lo
evidente es que los argumentos empleados hasta ahora en su contra son pecatta minuta
al lado de lo que los españoles hemos descubierto y hemos sufrido estos
últimos años. Porque la cantinela del PP es casposa, clasista y busca
obscenamente resucitar el miedo a los rojos, los comecuras y los
antiespañoles; y la del PSOE suena demasiado al despecho del que ve cómo
otro le arrebata una pareja a la que tenía desatendida desde hacía
tiempo.
Nadie les niega a unos y otros su derecho a debatir
política e ideológicamente con Podemos, pero –y esto es un consejo-
háganlo con más astucia, que no se les note tanto la ansiedad. Respiren
hondo, cálmense y usen la mollera. A los aristócratas franceses de poco
les sirvió intentar ridiculizar como sans-culottes a los revolucionarios
de 1789; al contrario, estos adoptaron encantados una denominación que
los identificaba con la mayoría de los obreros, artesanos y campesinos.
No soy tan viejo como para haber vivido la Toma de la Bastilla, pero sí
recuerdo perfectamente que los berridos de los enemigos del rock sólo
consiguieron darle una inmensa publicidad entre la juventud de todo el
mundo en el momento preciso en que ésta andaba buscando formas de
expresar su descontento.
Cuando la gente no está a gusto con sus vidas, lo más estúpido que
pueden hacer los de arriba es señalar al diablo, confesar a quién le
tienen más miedo.
CTXT DdA, XIII/3297
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