miércoles, 29 de junio de 2016

EL DOLOR COMO ÚLTIMA FORMA DE AMAR

Antonio Aramayona
A veces el amor se hace especialmente doloroso. Parece socavar las paredes más profundas del ánimo y cada recoveco del pasado o del presente nos escuece sin remedio. El mundo amanece cada día como una herida cósmica en carne viva: duele hasta el mínimo detalle y parece hundirnos en abismos de sufrimiento.

A veces el ser amado o el ser perdido duele hasta el tuétano mismo de cada uno de los huesos. El aire se enrarece, apenas nos sentimos ya capaces de tomar aliento. Nos sentimos absortos en nada. Cada minuto inocula nueva tristeza y refuerza la sensación de marasmo.

Entonces, especialmente entonces, se hace heroico el amor. Llevo días así presenciando el ciclópeo heroísmo de no pocas personas que me son tan queridas. Entre ellas, mis seres más queridos, mi sombra, mi sombra…

A veces el amor es sólo silencio, calla para siempre. Daríamos cuanto se nos pidiera por una sola de sus palabras, por disfrutar del último al menos de sus mensajes. Mas el universo ha quedado vacío y los oídos duelen de tanto no oírlo ya, y los ojos duelen de tanto no verlo ya y las manos duelen de tanto no poder acariciarlo ya...

A veces ya no queda la posibilidad de amar más que su ausencia. La vida entera se transforma en un descomunal, pavoroso duelo. “Herida cósmica”, dejó escrito mi buen amigo de hace muchos años, Pedro, el jerezano. Es otra dura lección que algunos seres queridos deben aprender: convivir con el duelo. Sobrevivir al duelo. Sobrevivir, sí, sobrevivir: empresa difícil cuando el ser amado ha formado parte de la entraña más cálida y auténtica de una vida.

Neruda lo describe bien en unos de sus más conocidos poemas (Puedo escribir los versos más tristes esta noche..., en  "20 poemas de amor...” ):

Puedo escribir los versos más tristes esta noche.
Yo la quise, y a veces ella también me quiso.
(…)
Porque en noches como ésta la tuve entre mis brazos,
Mi alma no se contenta con haberla perdido.
Aunque éste sea el último dolor que ella me causa,
Y éstos sean los últimos versos que yo le escribo.

Neruda transmite en este poema una gran melancolía, una enorme pesadumbre. Sin embargo, sus versos no son los más tristes. Ciertamente, declara poder escribirlos esa noche, pero la propia tristeza lo paraliza. Cuando el amor duele hasta el paroxismo, resulta indescriptible. Duelen el recuerdo y el olvido. Duelen la presencia y la ausencia. Duele el amor por cada uno de sus poros. El amor es nada, ausencia, que tritura dolorosamente el espíritu.

Pedro Salinas lo describe también con sobriedad en uno de sus maravillosos poemas y, al mismo tiempo, con precisión de cirujano:

¡Qué paseo de noche
con tu ausencia a mi lado!
Me acompaña el sentir
que no vienes conmigo.

Y Salinas canta a gritos en otro poema, que convertí en cambión en mis años jóvenes, la soledad del dolor, la voluntad de que el amor permanezca al menos como duelo. La vida se agarra como última estela del amor perdido, como última esperanza de que aún no todo está definitivamente acabado. El dolor demuestra aún que se está vivo, y en ese dolor pervive de algún modo el ser perdido, como prueba de que a la pesadilla actual le han precedido tiempos y brisas de vida. Todo, incluido el dolor insoportable, es preferible al desamor, como un último homenaje al aliento íntimo que sigue morando en cada corazón dolorido.

No quiero que te vayas,
dolor, última forma
de amar. Me estoy sintiendo
vivir cuando me dueles
no en ti, ni aquí, más lejos:
en la tierra, en el año
de donde vienes tú,
en el amor con ella
y todo lo que fue.
En esa realidad
hundida que se niega
a sí misma y se empeña
en que nunca ha existido,
que sólo fue un pretexto
mío para vivir.
Si tú no me quedaras,
dolor, irrefutable,
yo me lo creería:
pero me quedas tú.
Tu verdad me asegura
que nada fue mentira.
Y  mientras yo te sienta,
tú me serás, dolor,
la prueba de otra vida
en que no me dolías.
La gran prueba, a lo lejos,
de que existió, que existe,
de que me quiso, sí,

                de que aún la estoy queriendo.
DdA, XIII/3310

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