lunes, 9 de noviembre de 2015

A ROMÁN DE SIÓN, PEREGRINO GNÓSTICO, ANTES DEL CAMINO

Félix Población

Con motivo de su jubilación hace poco más de diez años, este Lazarillo escribió el artículo que con el título de cabecera pretendió homenajear a un compañero y a un amigo, con el que compartió más de dos lustros de vida laboral, algunas emociones y no pocas razones y disquisiciones en el viejo edificio barroco del hospital de niños expósitos de Salamanca, sede hoy del Centro Documental de la Memoria Histórica. Román Plaza Albarrán, que antes había trabajado en la prensa local y antes en algunos otros oficios a los que le obligó la emigración, era el encuadernador del citado centro, empeñado en rescatar los libros que el tiempo, el olvido y la propia incuria administrativa fue dejando arrumbados, muchos años después de su incautación por la dictadura franquista en logias, ateneos y sindicatos. Gracias a Román, este Lazarillo fue descubriendo esa valiosa biblioteca, de la que puede nutrirme para profundizar en nuestra memoria histórica, cuando todavía no se había dado nombre a esta parte enterrada/olvidada de nuestra historia. Hoy, enterado de golpe de su fallecimiento a primera hora de la mañana y tras asistir al concurrido funeral con el que le rindió una emocionada despedida el vecindario de su barrio obrero trastormesino, este Lazarillo recuerda especialemnte aquella ascensión en su compañía hasta la cima del Calvitero, que nos llevó más allá de la cumbre, hasta los lagos, brillantes como espejos que nos llamaran desde el fondo del valle para bañarnos en su luz. Aquella luz es la que ahora tengo conmigo al echar en falta la intensa mirada azul de Román, uno de los primeros y más fieles lectores de este modesto DdA, y hombre bueno en el más machadiano y literal sentido de la palabra. Seguirá con quienes le quisieron, que fueron muchos.

Lazarillo


A Román Plaza Albarrán, in memoriam.

Este humilde Lazarillo platicó largamente con El Profeta en los últimos años. Tan al mutuo gusto y placer de ambos discurrieron esas charlas que el soterraño taller, sin Román de Sión, se ha quedado desguarnecido de humanidad y metáfora en el viejo orfanato de expósitos de la Cuesta del Río.

El Profeta acaba de cerrar un largo ciclo de trabajo, desde mancebo de botica, en la adolescencia gris de la posguerra y el gasógeno, a modoso encuadernador de los antiguos textos masónicos y teosóficos en un sombrío caserón barroco. El otrora joven tallador de engranajes en el mediodía de Francia, aplicado en la labra de los viejos infolios, no pudo resistirse al magnético contenido de los materiales. Algo de ese celo ya llevaba dentro cuando peregrinó a Roma en su vespino de obrero emigrante y caía rendido en las cunetas de los Alpes para dormir al raso de las estrellas. Su Santidad no quiso escuchar el mensaje del enfebrecido andariego que reclamaba coherencia y ejemplo de fraternidad bajo las altas cúpulas de orgullo del Vaticano.

Lo que entonces buscó decir, lo sigue persiguiendo. Sólo que ahora ha completado su bagaje de intuiciones con el caudal polvoriento de los viejos libros. Por eso caminará un día, con la primera luz del alba, a las fuentes silentes de la trascendencia, más allá de los surcos trillados del tiempo y sus miserables ataduras. No tendrá en su mochila más pertrechos que aquéllos donde quedó inscrita la palabra de las grandes religiones. No me ha confesado el destino de su ruta, pero estoy por asegurar que lo conozco.

Román de Sión, a quien los próximos a su círculo más interior conocemos por El Profeta, es un creyente de la vieja iglesia perdida de Juan. De ahí que su meta esté en los hondos trechos de Mesopotamia recientemente arrasados por la guerra. Al sur de las cuencas de los bíblicos ríos Tigris y Éufrates, se sabe que moraba hasta hace poco, si Saddam Hussein no acabó con ellos y la guerra les permitió sobrevivir a tanta barbarie, la extraviada comunidad de los mandeos, descubierta por unos misioneros jesuitas en el siglo XVII. Orfebres y plateros de excepción, en su código ético no cabe la violencia ni el celibato, se expresan en arameo, cuyo alfabeto conservan, derivado de la misma lengua en que hablaban Juan el Bautista y Jesús. La propia palabra que los define explica su fe gnóstica. Expulsados de Palestina en el siglo primero de nuestra era, de hecho son los únicos representantes religiosos de una creencia gnóstica en el mundo.

Varios son los textos donde se recogen los testimonios de sus creencias, entre ellos El Libro de Adán o Ginza, El Libro de Juan o Sidra d’Yahya y el Wawana Gawaita, que resume la historia de la comunidad. Para ésta, Juan el Bautista no es el fundador de su religión, sino sólo un líder carismático, pues lo probable -por ubicación geográfica, en el tránsito hacia el Nilo- es que los mandeos recogieran en su tradición las creencias herméticas de los antiguos egipcios, tal como hicieron a su vez los sabeos, habitantes también de Irak en el siglo X y paralelos acaso en su diáspora a los propios mandeos o a los dositeos, llamados así por ser descendientes de Dositeo, discípulo de Juan el Bautista, o a los simonianos, que lo fueron también de su otro seguidor Simón el Mago.

Hay estudios fundados que consideran estas herejías, la primeras combatidas por la iglesia cristiana de Pedro y Pablo tras la muerte de Cristo, como raíz y fermento de las ciencias y conocimientos ocultos y los secretos poderes sin desvelar combatidos por Roma contra otras heterodoxias: la de los cátaros medievales en el sur de Francia, la de los caballeros templarios tras su contacto con oriente durante las cruzadas o la de ciertas órdenes masónicas, incluido el Priorato de Sión, tan en boga tras el éxito de la novela El código da Vinci, cuya lectura desaconsejó reiteradamente El Vaticano.

Este curioso Lazarillo está absolutamente convencido de que El Profeta ha llegado mucho más allá de las guardas de los viejos volúmenes que durante lustros restauró en su discreto taller de encuadernación. En el fondo de ese material destartalado, fruto de una última inquisición represora y brutal, las manos de Román de Sión han encontrado algo más que el mero material de estudio de sucesivas generaciones de teósofos, alquimistas, espiritistas, nigromantes y secretas logias.

No esperéis de sus palabras una respuesta, sin embargo. Sólo en sus ojos, cuando habla de la larga distancia que ahora quiere dar a sus pasos -solo y desnudo como los hijos de la mar, pues del mar data su crianza-, cabe adivinar la certidumbre de que su ruta hacia el oriente, cuando la aurora de su corazón se lo diga, será la de los seguidores del Rey de Luz.

DdA, XII/3125

2 comentarios:

Anónimo dijo...

No he dejado de pensar en él toda esta tarde. En su vida de trabajo. En su militancia comunista. En su cristianismo al pie del evangelio. En su risa. Decía don Antonio Machado, a quien tanto admiraba, que cuanto más se parece la risa de un hombre a la del niño que fue, más auténtica y noble es su naturaleza. Esa era la risa de Román. También tenía cálida la voz. Nunca olvidaré su imagen en su taller de encuadernador. Tampoco el mimo que dispensaba al oficio. Fue un encudernado que no se quedó en las guardas, como se dice en el arículo de Félix. Su curiosidad y su inteligencia autodidacta lo llevaron adentro de los libros. Y era tanto su afán de saber, que lo inundaba. Debería haber vivido mucho años más, pero a tono con su desbordante vitalidad. Todos los que asistimos hoy al funeral lo llevamos dentro.

Anónimo dijo...

Lo siento mucho. Un abrazo.

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