viernes, 18 de septiembre de 2015

¿LE GUSTABA A USTED VÍCTOR JARA, FELIPE GONZÁLEZ?


Lazarillo

Leo que el expresidente Felipe González Márquez dijo ayer, en compañía de la esposa del delincuente venezolano Leopoldo López,  que visitó las cárceles en Chile durante el gobierno del presidente Pinochet y que también estuvo en las cárceles de Venezuela, para sacar en conclusión que quien dio un golpe de Estado en 1973 contra el gobierno democráticamente constituido de Salvador Allende y emprendió una violenta represión que causó miles de muertos y exiliados, respetaba mucho más los derechos humanos que el presidente de la República Bolivariana de Venezuela, Nicolás Maduro, elegido democráticamente para gobernar su país. En total, sumando los casos de detenidos desaparecidos, ejecutados, torturados y presos políticos reconocidos por las comisiones organizadas el efecto -sin considerar los exiliados ni las familias de todos los afectados-, el número de víctimas de la dictadura de Pinochet supera las 40.000 personas, de ellas 3.065 están muertas o desaparecidas entre septiembre de 1973 y marzo de 1990. Lean, al respecto, cómo los sicarios del régimen del general felón chileno torturaron y asesinaron al cantautor Víctor Jara, según una información publicada por el diario El País hace años, y el artículo sobre las manos de Jara escrito por quien mejor las conocia, su esposa Joan Turner:  

Me acuerdo perfectamente de la primera vez que las manos de Víctor tocaron las mías. Fue un momento decisivo para ambos, que determinó un cambio en nuestra relación y el comienzo de largos años de felicidad -una felicidad que no todo el mundo tiene la suerte de conocer- una felicidad de la cual se tiene plena conciencia, en que lo único que se teme es que sea demasiado perfecta como para que dure eternamente. Ella terminó para siempre el 11 de septiembre de 1973.

Estábamos en el Parque Forestal de Santiago. Era en noviembre, una tibia noche de primavera; comenzaba la Primera Feria de Artes Plásticas, a orillas del Mapocho: la primera exposición de arte al aire libre que se hacía en Santiago. Había pinturas por todas partes, esculturas, grabados, artesanía, cerámicas. Buenas, malas y regulares. Había stands con mariposas, ángeles y flores de Rari, hechos con crin de vivos colores; chanchitos y guitarreros de Quinchamalí, de greda negra brillante, decorados con un fino trazo de flores blancas; ponchos y frazadas venidos del norte y del sur. El aire estaba saturado de olores a carbón quemado y humeante, del aroma de las cebollas que venía de los stands donde vendían vino y empanadas; del humo de las chimeneas de los buquecitos de latón blanco, puestos bamboleantes de maní tostado y confitado. Había una muchedumbre, e innumerables niños a pesar de la hora avanzada. El suelo era áspero y polvoriento, y con el alumbrado tan irregular era fácil caer en hoyos que uno no se esperaba. Allí vi por primera vez a Violeta Parra, sentada en un transatlántico, rodeada de sus tapicerías, de sus hijos y de sus instrumentos musicales. Alguien tocaba la guitarra muy cerca. A la luz de las ampolletas desnudas colgadas de los árboles, los tapices de Violeta brillaban con vida propia.

Víctor la saludó, bromeó con ella mientras pasábamos, y fue cuando nos alejábamos del ruido, de las luces y de la gente de la exposición, bajo los grandes árboles del parque, que Víctor tomó mi mano, y comprendimos que allí terminaba nuestra soledad.

Una de las primeras conversaciones que tuvimos fue en mi departamento de la calle Seminario, sobre el antiguo convento. Las ramas del viejo cedro que crecía abajo, en el patio, sombreaban las ventanas, y a través de ellas veíamos aparecer las luces en la cumbre del Cerro San Cristóbal y el cielo límpido de la tarde de Santiago. Víctor era alumno de la escuela de Teatro.  Yo era bailarina y profesora. Hablamos de eukinética, del tacto como medio de comunicación y como expresión del carácter humano, de lo que hay de específico en la forma como la gente toca a los demás, a los objetos que la rodean, en la forma como palpa el aire mismo; del paso de un hombre o de un mujer, que es también un aspecto del tacto (¿Por qué algunos pies maltratan los zapatos, arruinándolos, dejándolos deformes, mientras que otros tienen una pisada liviana y dejan su envoltura intacta?). Hablamos de cuán esenciales son para todo artista que se sirve del cuerpo humano como instrumento expresivo, la sensibilidad y la conciencia de todos estos factores; pero también para los demás seres humanos, porque les da un sentimiento más rico de la comunicación con sus semejantes y con el mundo que los rodea.

La palma de las manos de Víctor es ancha, casi cuadrada. Sus dedos son largos y ágiles, y él sabe juntarlos curvándolos, como las bailarinas hindúes.  Sus manos son callosas, pero flexibles y expresivas; las uñas cortas y redondeadas, muy frágiles; el tacto leve y delicado, pero cálido y firme; con él Víctor puede expresar el amor y la ternura. Su tacto me enseñó a derribar mis alambradas, a relajarme, a ser feliz siendo yo misma, porque él me ama y me necesita con todos mis defectos.

En muchas de sus canciones Víctor utilizó el símbolo de la mano humana para expresar sus sentimientos y sus ideas. En una de las más antiguas, escrita en el curso de nuestros primeros años juntos, él dice:

Yo no creo en nada
sino en el calor de tu mano con mi mano,
por eso quiero gritar
no creo en nada
sino en el amor de los seres humanos ...

Es una canción con recuerdos de su propia infancia, visión de la pobreza sórdida, entre un padre borracho y una madre que se mató trabajando. No había dinero para comida, pero sus padres adquirían sin cesar cirios para comprar la suerte ante las imágenes de los santos.

Las manos de Víctor eran hábiles no sólo para tocar su guitarra. Era el papi a quien las niñas esperaban cuando había una astilla que desenterrar o una herida que curar, porque sus manos eran seguras y suaves y el dolor era menor bajo su contacto.

En su infancia, Víctor aprendió lo que es el trabajo con las manos, supo cuánto tiempo entraba, de labor y de la vida, en un campo labrado, la rueda o el yugo de un arado, en una marmita de greda. Sus únicos bienes preciosos, fuera de su guitarra, eran objetos fabricados por las manos del pueblo que él amaba y cuyos sufrimientos y luchas eran los suyos: una copa de madera rústica, que los araucanos habían usado durante años para sus alimentos; frazadas y ponchos tejidos por los campesinos durante los meses de invierno, al término de la cosecha; un lazo de cuero trenzado gastado por el uso.

El lazo dio origen a una canción dedicada al anciano que lo hizo, un viejo que vivió toda su vida en el pueblecito donde Víctor pasó una parte de su infancia: Lonquén. Está enclavado en las colinas al suroeste de Santiago, cerca de la gran ciudad, pero completamente alejado de ella. En la canción de Víctor las manos del anciano se transforman en un símbolo de vida y de trabajo duro:

Sus manos siendo tan viejas
eran fuertes para trenzar,
eran rudas y eran tiernas
como el cuero del animal.
El lazo como serpiente
se enroscaba en el nogal
y en cada lazo la huella
de su vida y de su pan.
Cuánto tiempo hay en sus manos
y en su apagado mirar
y nadie ha dicho -está bueno,
ya no debes trabajar.

DdA, XII/3083 

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