viernes, 3 de julio de 2015

ENTROPÍA Y AUSTERIDAD

 Dadas las circunstancias que atraviesa la Europa Vieja del sur del continente, los cambios profundos tanto en la política como en toda la socie­dad son absolutamente imprescindibles.


Jaime Richart

Cuando están tocando las trompetas del Apocalipsis, y no sólo en Grecia sino en el mundo entero como consecuencia de un cambio del clima global que parece irrevocable cuyos efectos en las cosechas y en el agua potable ya hace tiempo que se vie­nen haciendo notar, no son oportunos análisis minuciosos de lo que nos espera; lo mismo que es un dicho popular, que no es prudente hacer cambios en tiempos de tribulaciones. Pero esto es hasta ayer, porque dadas las circunstancias que atraviesa la Europa Vieja del sur del continente en los que para muchos precisamente son tiempos de tribulaciones, los cambios profundos tanto en la política como en toda la socie­dad son absolutamente imprescindibles.

No obstante y pese a que peligran la estabilidad de esa Europa y los intereses de los grandes poseedores, la vida no se acaba con la crisis griega ni con la futura crisis española ni con la de ningún otro país. Con euro y sin euro, lo que piden a gritos millones de seres humanos es remover la brutal desigualdad social. Y para ello es preciso un cambio de mentalidad. Un cambio brusco de mentalidad, tanto de los gobernantes que debieran dar un ejemplo que no dan, como la de los gobernados con un pasar o sencillamente acomodados. Pues lo que está en juego por encima de todo es la vida del planeta y la vida humana en el planeta. Por eso es efectivamente ineludible la austeridad que imponen casi manu militari unos aunque no se la aplican a sí mismos, para afrontar las graves carencias y carest­ías para todos que se vislumbran ya en el horizonte. Por eso mismo, porque quienes combaten la austeridad han de sa­ber esto pese a ser jóvenes, hemos de colegir que no es la austeri­dad en sí misma lo que rechazan, sino el humillante re­parto de las cargas y privaciones entre los dirigentes y sus so­cios, sus bancos y el poder financiero, por un lado, y las gran­des masas de población por otro; que la solución macroeconó­mica ha de pasar por la fina elección de prioridades en el gasto de los Esta­dos y la más fina selección de los recortes.

Porque la vida, tal como la hemos vivido hasta ahora, se ha terminado; no ya para la mayoría de los habitantes de la Europa Vieja gobernadas por ricos acreedores, sino para la mayoría de los seres humanos. No había ninguna necesidad de llevar polí­tica y económicamente en Europa hasta sus últimas consecuen­cias, y sobre todo de la manera que la exigen, la austeridad des­pués de dos décadas celebrando la abundancia. Hubiera sido deseable el ejemplo ostensible de los dirigentes apretándose el cinturón. Y eso hubiera bastado, para hacer luego llamamientos a los pueblos a soportar las restricciones. Sin embargo, no sólo no ha sido ni es así, sino que han llevado demasiado lejos los abusos contra grandes bolsas de población y contra la Natura­leza. Así, entre los que han venido abanderando la dirección de los países y los que han confiado equivocadamente en ellos, el cambio climático, la desecación del planeta, la pérdida colosal de las cosechas, el derretimiento de los glaciares y la licuefac­ción de los polos, y la galopante reducción de los filones de agua dulce son la consecuencia de una mentalidad perversa de unos y necia de otros que lo han consentido. Pues ese estado de co­sas ha ido acompañado del incremento considerable de la ri­queza, de los privilegios y de las retribuciones de grandes minor­ías; y en España, acompañado además del saqueo metó­dico y literal de las arcas públicas. Todo lo cual ha desembo­cado en el miedo de sus gobernantes quienes, para espantarlo, no se les ha ocurrido otra cosa que promulgar una provocadora ley preconstitucional que atenta contra las libertades en general y contra la libertad de expresión en particular.   

No obstante, aunque unos cuantos reductos de hombres y muje­res en cada país sigan poseyendo la Tierra, la privación y un grave tedio irán llegando a todos sin necesidad de forzarlos por vía política como si fuera un fatum, una fatalidad. Siempre habrá desalmados libres de toda amenaza a los que no les va a faltar de nada. Pero esos seres bañados en riqueza ¿serán capa­ces verdaderamente de gozarla  viendo cómo progresivamente más y más seres humanos perecen por falta de energía moral antes de que el alma les abandone para siempre? Vayan a donde vayan, estén donde estén, ante sus ojos se abrirá el terri­ble efecto de la caducidad. Pues el universo tiende a distribuir la energía uniformemente; es decir, a maximizar la entropía. Lo que significa que el sufrimiento, después de aniquilar a los despo­seídos irá alcanzando sucesivamente a los poseedores. Lo único que cabe, pues, es retrasar este proceso. 

Mientras tanto y mientras tengamos un techo y podamos co­mer y beber, dediquemos todos nuestros esfuerzos a expulsar del poder a quienes a toda costa quieren imponernos la austeri­dad desigualmente repartida. Y luego, una vez logrado el em­peño, entonces sí, a asumir la austeridad para sobrevivir y para retrasar en lo posible a nuestros descendientes, el espectáculo dantesco de la lenta o súbita desaparición de la vida en el pla­neta. Y digo esto, no haciendo el papel sombrío de agorero, sino porque no son pocos los sociobiólogos que desde hace tiempo vienen vaticinando con argumentos el suicidio más o menos voluntario de la Humanidad.

DdA, XII/3017

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