Jaime Richart
Realidad equivale a verdad, pero ni la una ni la otra
son certeza. La inmensa mayoría de los hechos y actos que constituyen
lo que llamamos “realidad” es apariencia a la espera de confirmarse
obviedad. Pero hay tal impaciencia y ansiedad y tal cúmulo de noticias,
que es imposible digerirlo todo con la serenidad que precisa la
reflexión para admitirlo o rechazarlo. Por lo demás, conocer o no la
“realidad” (y por antonomasia la realidad social) depende de los demás,
no de nuestra observación directa, y menos de evidencias a través de
pruebas que pueden estar trucadas; depende de la credibilidad que nos
inspiren los informadores. De modo que, sea como sea, realidad es lo que
nos cuentan y nos muestran tras la fascinación que hay en la radio o en
la pantalla...
La
certeza es otra cosa. La certeza o certidumbre (firme adhesión de la
mente a algo conocible, sin temor de errar) responde a un proceso
complejo. Es esa actitud del entendimiento de algo que ha pasado por el
conocimiento y ha sido aceptada a continuación por la voluntad a través
del filtro llamado persuasión. Y estos tiempos, tal es la avalancha y el
vértigo de las noticias a menudo precipitadas, contradictorias o
desmentidas, no son precisamente los más adecuados para asegurarnos de
que todo lo que llega a nuestro oído y a nuestra retina es así e incluso
si tiene o no sentido. Porque hoy todo es verosímil y apenas aplicamos
nuestro propio juicio crítico. Todo nos lo da hecho el periodismo y los
periodistas: esas son las corrientes de opinión. En todo caso, nuestra
mayor o menor propensión a aceptar la verdad que se nos exhibe o se nos
cuenta, viene determinada por la confianza en los telepredicadores
mediáticos, en la frecuencia con que les prestemos atención y en fin, en
la credulidad o el escepticismo propios de nuestro carácter o nuestro
temperamento.
Pues
bien, parece que no hay espacio de la vida pública y de las
instituciones que no esté putrefacto; en todo o en parte. Sin embargo,
es frecuente oír a políticos y periodistas de postín, en tertulias y
debates, frases de razonamiento elemental: “no todos son corruptos”,
para a continuación solapar, disculpar, relativizar o negar evidencias:
lo que pone de manifiesto su escasa talla tanto personal como
profesional. Les da lo mismo que la reiteración, como el pleonasmo y la
redundancia en literatura (cuando no hay en ellos arte, bufo o no), son
síntomas de escasa imaginación y desenvoltura... a menos que la
reiteración no esté ideada para hacer de la verdad mentira, verdad a
medias o una manipulación desinformativa por más que en un momento dado
se remiende la noticia con una rectificación a pie de página.
El
caso es que la infección de un organismo vivo comienza en un foco y si
no las neutraliza las defensas del propio organismo o anticuerpos
suministrados desde fuera, se va extendiendo al resto hasta provocar la
septicemia. Por ello, si los partidos políticos no se vigilan en sí
mismos los brotes infecciosos y la justicia no los repara inmediatamente
con su medicamento penal, aducir que “no todos son corruptos” es
mostrar condescendencia emparentada con la corrupción que explica por
qué no la denunciaron a su debido tiempo. Por algo Einsten decía que el
mundo no está en peligro por las malas personas, sino por aquellas que
las consienten.
Y
por eso y en esta misma línea de razonamiento, podemos afirmar (en las
claves primarias de argumentación) que no todos los periodistas
“oficialistas” son corruptos. Faltaría más... Pero es un hecho
constatable que “todos” (al menos hasta hace poco) están mucho más
cercanos a la corbata, a la “ortodoxia”, a lo política y económicamente
correcto definido por ellos y al dogma neoliberal, que a la sudadera, a
otras opciones y a cualquier ensayo que pueda proporcionarnos la
esperanza de un mundo mejor, para todos y no sólo para una parte en cada
nación y en la humanidad. La aventura del periodismo de la Escuela y de
los periodistas que consiguen entrar en esos medios “oficialistas”,
bien aleccionados, desde el primer momento empiezan a razonar como
baluartes de un sistema que ha sido ya superado y deslegitimado por la
“realidad”. Hay una premisa que lo explica todo, por mucha deontología
que se exija a sí mismo el periodista. Y es que los medios para los que
trabajan están subvencionados con dinero público y por los bancos. Es
decir por el poder político, por un lado, y por el poder económico, por
otro. Y por consiguiente, han de remontar toda suerte de obstáculos
para, en el mejor de los casos posible, morder la mano que les da de
comer.
Esto
lo acreditan ya otros periodistas, otros economistas, otros
politólogos, otros sociólogos, otros antropólogos, otros sociobiólogos y
otros pensadores en general que no “están” prácticamente en el mundo
porque no aparecen en televisiones, ni en radios ni apenas en
periódicos, porque razonan desde la otra cara de la luna que en buena
medida son los medios alternativos. Por eso, o en buena parte por eso,
los medios alternativos son la esperanza del futuro cercano (en el que
centenares de miles o quizá ya millones de situaciones personales y
familiares no admiten espera) en la medida que va perdiendo fuelle y
fuerza esa “realidad” manoseada, contrahecha, tergiversada o fabricada
que nos ofrecen o nos imponen todos los que, pese a ser los que dicen
estar en posesión de la verdad, están equivocados.
DdA, XI/2861
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