viernes, 5 de diciembre de 2014

LOS MUERTOS DE OCTUBRE


Se le enterró en el monte, cerca de un arroyo, cuyas aguas bajaron muchos días mezcladas con sangre.
Octubre rojo en Asturias, José Díaz Fernández

Félix Población

El camino es el mismo. Va de la estación de Campomanes a Santa Cristina. La mañana era tan sofocante que se agradecía la fresca emboscadura del sendero, desde el que se divisa el valle. Dicen que usaron hasta catapultas para disparar dinamita y mantener al ejército varado en el pueblo durante diez días. Fue muy dura la represión con la que se castigó aquella insurrección obrera que tuvo a los mineros por vanguardia. Empeñaron su vida y la perdieron más de un millar de revolucionarios. Muchos otros sufrieron tortura, cárcel y exilio.

Llevaba conmigo esa memoria, en ruta hacia una de las más preciadas joyas del prerrománico asturiano. Mi hija apenas preguntaba, pero yo insistía en contarle los avatares de aquella lucha por uno de cuyos escenarios discurríamos, el llamado frente sur. Sí le interesó el fatal incidente del asno de Vega de Ciego que los insurrectos cargaron de explosivos y mandaron al frente enemigo. El burro se entretuvo en la hierba fresca de un atajo y saltó por los aires sin cumplir su misión. Hay quien cuenta que regresó hasta sus remitentes causando la consiguiente escabechina. También lo canta Rafael Alberti en un poema.

Sí me prestaron atención sus jóvenes oídos cuando nos detuvimos ante el viejo tronco centenario de un castaño, del que habían brotado hasta siete u ocho jóvenes ramas que se alzaban al cielo con pujante fortaleza: un médico de Lena  socorrió a un camarada, que tenía con otro su puesto de tiro sobre el tronco hueco de un viejo castaño. Una granada descuajó las ramas jóvenes del árbol y acabó con la vida de uno de los rebeldes, que se quedó muerto en la oquedad podrida. El que resultó herido no dejó de pedir al doctor que lo curase pronto para volver al combate, hasta que se le apagó el aliento bajo la lluvia.

A mi hija adolescente le encantó la iglesita por su ámbito acogedor y recoleto, su candorosa y elemental arquitectura. Quiso saber de inmediato qué había pasado en aquel promontorio. Era un lugar estratégico, al alzarse la loma sobre la carretera y el ferrocarril, le dije. Lo ocupaban los sublevados, que disponían de una pieza de artillería. Al final, un cañonazo del ejército destrozó la bóveda, que se desplomó sobre los revolucionarios que se parapetaban dentro. Los libros y las voces más viejas cuentan que fueron muchos los muertos. ¿Y dónde los enterraron?, me preguntó entonces con imprevisto interés. Igual ahora mismo estamos paseando sobre sus restos, contesté dando voz a una crónica de la época. 

Los dos miramos a la pequeña ventana trífora del ábside, abierta a la historia desde hace más de un milenio, con mi recuerdo a las víctimas en unos versos de Henri Michaux: Dans les bras tordus de désirs à jamais inassouvis/ sera sa mémoire. 

DdA, XI/2862

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