Jaime Poncela
Si el domingo hubiesen llegado a Madrid unos autocares cargados de
manifestantes pro aborto, anti recortes o pensionistas yayoflautas, la
muy eficiente delegada del Gobierno habría desplegado miles de policías
para evitar que estas peligrosas personas alterasen la ingesta del vermú
o la salida de misa de doce a la buena gente de adora a Ana Botella. Y
al que se mueva toletazo y a comisaría. Pero como lo que llegaron a la
capital fueron solo un par de autocares cargados de ultras borrachos y
de doblete que viajaron 500 kilómetros con la única intención de darse
de hostias con barras de hierro, cadenas y otras herramientas, la
delegada y los de la Liga de Fútbol pensaron que ello no era motivo de
alarma. El resultado fue un muerto apaleado y tirado al río, un proceso
de eliminación de las personas físicas que recuerda a los empleados por
la mafia de Chicago en los años veinte.
Al parecer, el Estado que dirige nuestros destinos tiene mucho miedo a
quienes se manifiestan por las calles en demanda de derechos, justicia,
decencia y estas cosas, pero sigue confiando en que el fútbol y su
mundo son inocentes entretenimientos, y que esos muchachos que se ponen
de alcohol hasta las cejas y se matan a palos cometen locuras de
juventud que se curarán con la edad. Y que me perdonen los muchos
aficionados sensatos, templados y normales que siguen saboreando un buen
partido con buenas jugadas y estrategias, pero cada días me afianzo más
en la idea de que el fútbol no solo corona y hace millonarios a
musculosos ídolos medio analfabetos, sino que además consigue insólitos
beneficios fiscales y de la Seguridad Social, sirve de plataforma
privilegiada para traficar negocios e influencias, convierte en
ilustrados babayos a periodistas de medio pelo y prohija tertulias en
las que se entra de lleno en los límites de la zafiedad más burda, el
machismo más casposo y la violencia verbal más propia de un bar de
carretera que de un medio de comunicación (descontadas las presuntas
“tertulias políticas” tan en boga). El fútbol sigue teniendo la sartén
por el mango porque, además de ser un enorme negocio para algunos,
cumple el mismo servicio que hace cuarenta años: idiotizar al que se
deje. Sin ir más lejos Mariano Rajoy ha llegado a ser presidente del
Gobierno con un bagaje intelectual del que tan solo sobresale su afición
al fútbol. Al parecer eso humaniza al estadista y permite que se le
perdonen otros pecados.
De manera que el muerto del
domingo en una reyerta entre bandas de “ultras” tendrá en breve la
consideración de accidente o daño colateral, nada que ver con este noble
deporte que excita el patriotismo de los pueblos de España y sigue
siendo el cemento que garantiza nuestra unidad nacional. La policía
tiene cosas más importantes que vigilar en las calles. Al fin y al cabo,
el fútbol es garantía del orden social.
Artículos de Saldo DdA, XI/2858
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