martes, 9 de diciembre de 2014

BREVE ENSAYO SOBRE LA DIFERENCIA

Jaime Richart
   
Hay demasiados vicios en la vertebración de este sistema polí­tico, económico y social que acoge o enriquece voluptuo­samente a unos y excluye a otros; hay demasiados vicios como para seguir sosteniendo que éste es el mejor o el menos malo de los sistemas posibles. Pero la principal ponzoña está en su corazón. Está, en su decidido propósito de mantener "las dife­rencias". Todo su entra­mado se levanta sobre la sacralización de las diferencias, naturales y luego sociales, entre los indivi­duos que pueblan las naciones y el planeta. Pues, en lugar de esforzarse por superarlas y corregirlas cuanto sea posible como resulta lógico para los bien nacidos, la idea en sí misma y los mecanismos del sistema actúan precisa­mente en sentido contra­rio acentuando de distintos modos las di­ferencias entre los se­res humanos.

Claro es que no en todos los países que comparten el sistema hay la misma perversidad en esa filosofía social y en su praxis, pero en todos, el factor de las diferencias sigue siendo decisivo. Desde luego en España la diferencia es el motor del enriqueci­miento brutal de unos cuantos clanes y familias a costa de grandes porciones de población. La ideología neoliberal domi­nante hace de la privatización de lo público su norte hasta la virtual extenua­ción del Estado, y de la diferencia que la desa­rrolla y extiende el nervio de la vida pública y social.

Podría tolerarse ese principio si la inteligencia natural o culti­vada fuera verdaderamente la generadora de riqueza y de pro­greso para todos. Porque aunque el reparto no fuese justo, al menos jus­tificaría parcialmente la idea de que la diferencia podría funcionar como estímulo del esfuerzo y del esmero. Pero no es así. Al me­nos no es así en España. En España, la producción de muchos de los bienes y de servicios esenciales pasa por la bribonería, genera­dora a su vez de abismales dife­rencias en cuanto a la clase de vida y bienestar de unos seg­mentos de sociedad respecto a otros. Y por si fuera poco, además ahí está la monarquía, paradigma de las di­ferencias. Pues la figura del rey es el espejo en que se miran mu­chos de los que ya están en el poder y de otros que lo tocan con las ma­nos o van tras él. El fasto y privilegios que acompañan a la monarquía marcan la distancia entre la vida del monarca y su séquito, y la del resto. Y la vida de los “elegidos” de los pode­res político, bancario y empresarial no está lejos en desahogo y pre­bendas. Incluso pueden delinquir y apropiarse de dinero público masiva e impunemente. La justicia se hace cómplice al ser con­descendiente.

¿Y qué justifica esa forma de Estado? Me refiero a la monar­quía. Pues aunque quede lejana en el tiempo, la explicación si­gue estando en su origen divino. Como el papado. Con eso está dicho todo; todo lo que pretende legitimarla. Ello explica tam­bién por qué un poco más abajo de la pirámide social un presi­dente de go­bierno, un ministro y la cohorte siguiente de cargos, un diputado, un jefe de empresa o un rico, aunque sean unos necios redomados, están más legitimados que los demás para enriquecerse más, para creerse en posesión de la verdad, para pontificar y para adoctri­narnos. Sin embargo, cada día que pasa y a pesar de la resistencia, la justificación de la monarquía y del sistema se va desmoronando rápidamente como una roca se va erosionando por el viento o el más duro pedernal se agujerea por el agua y por el tiempo.
 
Cada vez está más claro el sinsentido primario de la monar­quía. Y cada día se ve con más nitidez que ni la verdadera inte­ligencia ni la superioridad moral son desde luego en España motor de prosperidad, y menos, igualmente  repartida. En Es­paña, más que en ningún sitio, quizá por su fama de ser vivero de pícaros, los y las inteligentes son apartados inmediatamente por los listos al frente de cualquiera de las formas de poder cuando se niegan a se­cundar sus intrigas, sus insidias, sus ma­niobras, sus trapacerías y sus rapiñas. Por ello los y las inteli­gentes sufren de exclusión so­cial, han de  diluirse en el anoni­mato o emigrar. En España, los que medran no son ni los inte­ligentes ni los esforzados ni los creativos. Los que descuellan son los hijos del nepotismo, los as­tutos, los que carecen de escrúpulos, los trapisondistas y los ma­quinadores. La sociedad española, regida por necios y oportunis­tas, se resiente dema­siado de la ausencia de los verdaderamente inteligentes. En Es­paña, hasta los ricos que han amasado una co­losal fortuna du­rante el breve plazo de una vida mediante –ese espécimen del que ellos y sus admiradores repiten una y otra vez, sin pruebas, que se ha hecho a sí mismo –, han de ser necesaria­mente frau­dulentos y deshonestos. Y han de serlo, porque si paga­sen a sus trabajadores según la justicia conmutativa y si declara­sen su base imponible real según la justicia distributiva que encie­rran las leyes fiscales, éstas, aplicadas con el rigor frío que se es­pera de ellas, les impediría enriquecerse del modo extremo que se divulga. Y qué decir de la riqueza súbita a través de la especu­la­ción y de la economía de casino.
 
Por otra parte, el Estado español persigue con encono el fraude de bagatela cometido eventualmente por desempleados que como tales perciben una prestación miserable y a salto de mata hacen otras cosas, pero ignora por descuido o delibera­damente a los grandes defraudadores que no sólo sitúan el fruto de su quehacer o su rapiña donde no tributan, sino que además alardean del es­fuerzo y la iniciativa de los que, según ellos, los demás care­cen.
 
Se dirá que acabo de razonar más o menos en claves de so­cia­lismo real, es decir, que hago crítica desde la óptica comunista, pero que el comu­nismo es odioso e indeseable porque se introdujo en Ru­sia, China y otros países tras asesinar a millones de perso­nas. Y puede que sea así, que Karl Marx sea mi referente. Pero, con independencia de todos los argumentos sobre la cuestión de fondo y ciñéndonos ahora a la objeción "víctimas", debemos ser rigurosos en toda comparación. Si sacamos a relucir las víctimas previas del comu­nismo y las ponemos en un platillo de la balanza, hay que poner en el otro el número de todas las víctimas que se ha ido cobrando a lo largo de la historia el mercantilismo y sus va­riantes hasta la explosión del capita­lismo financiero que nos ate­naza. Si no, hay trampa. Habría que contar las que han ido desfi­lando hasta hoy. Empezando por las arrojadas a la hoguera o pa­sadas a cuchillo por religión, venganza o codicia del poder civil o el religioso aso­ciado. Luego añadir las habidas en guerras or­questadas por reyes para los que la guerra era su deporte. Luego, las habidas en la larga conquista del nuevo mundo y las puestas más tarde ante el pa­redón por los usurpadores del poder y del di­nero, y ayer y hoy, las causadas en virtuales genocidios cometidos por invasores y ladrones de paí­ses de otros continentes a los que se les robó y se les roba la energía y todas las materias primas o se les diezmó y se les diezma por me­ros motivos estratégicos.
 
No se empeñen. Lo que pretende justificar las diferencias en­tre los seres humanos (y no sólo entre etnias y sexos), al igual que la monarquía, tampoco ya se tiene en pie. Todo razona­miento que sostenga que el mercado falsamente libre (salvo en lo accesorio), la iniciativa individual y la libre concurrencia son los pilares de la humanidad más avanzada, ya se muestra como aberrante. Porque ni siquiera el sistema es el más avanzado en lo que verdadera­mente interesa a las conciencias elevadas tras tener asegurada la manutención: la cohesión de la sociedad y la fortaleza psicológica y moral de la individualidad. Aberrante, porque si el sistema ca­pitalista ha sido nefasto para miles de millones, el financiero ac­tual redobla toda la miseria, toda la podredumbre y toda la co­rrupción que contiene un germen di­rigido a potenciar más y más las diferencias entre los humanos, a la destrucción del planeta y a la extinción cercana de la humanidad. Este sistema debe ser abo­lido y las diferencias su­peradas. Urge otro nuevo, y si no hay imaginación  capaz de inventarse, regresemos a los fundamentos del pensamiento de Marx minuciosamente revisado. Pero en todo caso ¡delendum est emporium!

DdA, XI/2866

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