Sirva el texto de mi amigo Carlos para homenajear
con él a todas las madres de ls posguerra,
que nos enseñaron a andar en tiempos oscuros.
Carlos Prieto
Puede
parecer una extravagancia. Hoy mi madre cumpliría cien años, porque hoy se
cumplen 100 de su nacimiento. ¿Que se murió hace seis? cierto. Pero que hoy no
puedo menos que celebrar su nacimiento y agradecerlo, cierto asimismo. Se evoca
la guerra del 14. Para mí mucho más importante el inicio de mi madre. De los
muertos solemos evocar la fecha de su defunción, qué morboso, en vez de su
nacimiento como hacemos con los vivos. Y la verdad es que hasta su genética
pervive en mí, al menos parcialmente, ¡cuánto más su temperamento y
personalidad! De nombre SOLITA, nunca nadie pudo tener designación más
contraria a su devenir diario. Siempre rodeada y acompañada. Por todo el Gijón
de entonces, conocida. Y es que optimista –que motivos tuvo para lo opuesto- la
gente se encontraba bien en su compañía. Contagiaba buen humor y guiño a la
vida.
Sus
“labores”, que nunca fueron su profesión (así se decía de las amas de casa), me
enseñaron a hacer la compra diaria y a diferenciar los despieces de vacuno: la
cadera, la babilla, la tapa y la contra. Por no citar más que la carne de 1ª, y
donde considero la “corbata” parte de la cadera. Pero Solita presumía de ser
una de las tres mujeres gijonesas que trabajaba en un banco. Era maestra, pero
desechó la docencia como oficio. La guerra civil, supongo, la llevó a retrasar
su casamiento. Años belicistas que, cogiéndola en casería de Arriondas, pasó de
verbena y amagüestos, de baños en el Piloña y escaladas al Sueve. Sus recuerdos
de la época eran de este percal:
-
Lalia, fáeme boroña, -pedía, a su sirvienta,
la tía Avelina, dueña de la hacienda.
-
¡Ay, Avelina, cómo va a merendar boroña
después de lo que comió!
Pero la tía Avelina se imponía siempre.
- Lalia,
tráeme manzanilla, -la frase subsiguiente a la ingesta de la vianda.
Y
mantuvo durante toda su vida esa persistencia en buscar el placer presente. Si
de ello derivase contratiempo o mal, su frase favorita era: «Como rascalo,
nada». A eso os llamaba optimismo. Y ya sabéis que la forma risueña de ver la
vida tiene muchos detractores. Tal vez no son más que envidiosos de que el otro
pueda ser feliz. A esos los trataba con frase axiomática: «El que sea feu que
haga los recaos de noche». No queda pie para la réplica.
Ese
tipo de sentencias con punto final de discusión las llevaba también a las
normas sociales, que suelen ser un engorro para la felicidad completa. ¿Quién
puede ser feliz comiendo gambas con cubiertos? A esos, que pudiesen reconvenir
por incumplimiento de “norma social”, mamá les reservaba: «El gochu y el señor,
de raza»; dejando desconcertado al denunciante. Si debía rebatir una réplica a
idea que hubiese expresado, era muy socorrido el: «Perdone, señoritu, creí que
era un páxaru».
Un
empeño había también en esa exaltación de lo positivo, y el disimulo de
cualquier defecto, propio o extraño: casó con mi padre que era 10 años más
joven que ella. Y se empeñó en que no se notase. Cosa que logró hasta muy
avanzada edad. La ausencia de enfermedades se lo concedió. Cuando en una
ocasión en que ingresó en quirófano, la vi salir de él, decía entre el sopor
del hipnótico: tráeme mis dientes, dame mis dientes: Nunca la había visto sin
prótesis dentaria. Otro de los defectos que adelanta la vejez es la pérdida de
agudeza en los sentidos, y en mamá fue el oído el afectado. Pero con incidencia
tan leve que se servía de una vieja anécdota para subsanar su noticia:
Había
en calle de S. Bernardo una carnicería que “nuestro entorno” llamaba de “La
sorda”; que lo estaba la carnicera. Y a la demanda del cuarto y mitad, por ejemplo,
de jarrete (en Asturias “chamón”) para el puchero, la acentuación aguda de
sufijo en –ón le hacía confuso el mensaje. Así que pedía le repitiesen la
solicitud, a la vez que decía: “Yo no estoy sorda, lo que pasa es que este
local reúne malas condiciones acústicas”. Solita se hizo en el futuro con la
frase para que se reiterase lo que no había captado.
Y
si os decía disimulo del borrón extraño, podía aplicarse a quien metía la pata sin
pasarle factura por ello. Había sido también, entre los nuestros, muy comentada
la torpeza de uno de los gobernantes del banco que, advirtiendo un día a un
empleado y al responder el último “O témpora, o mores”, aquel respondió: «-Eso, eso, los griegos». Pues
la frase pasó de la catilinaria a ser lugar común del idiolecto materno.
Habrá
que ir dando fin a este escrito, pero ¿os habré dado idea de quién fuera
Solita? Habrá de recogerse una anécdota vital, una que yo haya vivido en
primera persona. Y de esta mejor decir “sufrido”.
Viaje a Candás a pasar el día: paseo, marisqueo y sardinas. El viaje en tren. Ferrocarril de Carreño. Tiempo muy apurado. Mis padres se separaron pues había que recoger a mi hermanito en casa de las hermanas de papá. Mamá, mi hermanina y yo a estación para sacar billetes y esperar en el andén. Los instantes se van agotando. Solita me manda subir al ferrocarril y tomar cuatro asientos, dos frente a otros dos. Obedezco, saco cabeza por la ventanilla. Mamá sube a mi hermana a su regazo. Mira ansiosa hacia la estación. Comienza a explicar al Jefe de estación –banderín en mano- que debía dar salida. Máquina que chifla. Solita deja al abanderado y corre hasta el maquinista. –Espere, espere un minuto, mire mis billetes, mi marido va a llegar ahora, tengo a mi hijo ya en el vagón con los sitios reservados. Que no es más que un minuto. No haga caso al de la bandera; espere un minuto. Yo que era aún bien pequeño sufría pensando verme partir hacia lo desconocido, como sufro hoy cuando en “Casablanca” Rick espera a Ilsa para salir hacia Marsella. El maquinista rechifla la máquina. Mamá que vuelve hacia el hombre con el banderín en alto. Que tengo a mi hijo en el tren, que yo tengo los billetes, que… Mire, mire ya está ahí mi marido. Ahí era allí. Papá entraba por la estación a todo correr con el pequeño en brazos. El maquinista mira al Jefe es estación, éste le hace seña de que retrase un momento. La última en subir al tren fue Solita, sonriente, satisfecha. Había logrado demorar cinco minutos la salida del tren de Carreño.
Viaje a Candás a pasar el día: paseo, marisqueo y sardinas. El viaje en tren. Ferrocarril de Carreño. Tiempo muy apurado. Mis padres se separaron pues había que recoger a mi hermanito en casa de las hermanas de papá. Mamá, mi hermanina y yo a estación para sacar billetes y esperar en el andén. Los instantes se van agotando. Solita me manda subir al ferrocarril y tomar cuatro asientos, dos frente a otros dos. Obedezco, saco cabeza por la ventanilla. Mamá sube a mi hermana a su regazo. Mira ansiosa hacia la estación. Comienza a explicar al Jefe de estación –banderín en mano- que debía dar salida. Máquina que chifla. Solita deja al abanderado y corre hasta el maquinista. –Espere, espere un minuto, mire mis billetes, mi marido va a llegar ahora, tengo a mi hijo ya en el vagón con los sitios reservados. Que no es más que un minuto. No haga caso al de la bandera; espere un minuto. Yo que era aún bien pequeño sufría pensando verme partir hacia lo desconocido, como sufro hoy cuando en “Casablanca” Rick espera a Ilsa para salir hacia Marsella. El maquinista rechifla la máquina. Mamá que vuelve hacia el hombre con el banderín en alto. Que tengo a mi hijo en el tren, que yo tengo los billetes, que… Mire, mire ya está ahí mi marido. Ahí era allí. Papá entraba por la estación a todo correr con el pequeño en brazos. El maquinista mira al Jefe es estación, éste le hace seña de que retrase un momento. La última en subir al tren fue Solita, sonriente, satisfecha. Había logrado demorar cinco minutos la salida del tren de Carreño.
Pues
ahora sí, esa era mi madre: la persona que podía parar un tren.
GRACIAS,
CENTENARIA.
DdA, XI/2844
1 comentario:
De bien nacido es ser agradecido.
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